La guerra en el Catatumbo ni es nueva ni tiene límite. No ha habido una peor que otra.
Entre 1998 y 2000, años en los que la casa paramilitar Castaño expandió su terror con mayor sevicia por todo el país, la frontera con Venezuela desde Norte de Santander hasta Vichada fue marcada por las Autodefensas Unidas de Colombia como "punto clave y prioritario".
La excusa para los 'paras' no era menor: la vasta zona del Catatumbo, enclave de biodiversidad y recursos naturales único en el mundo, tenía dueño: la guerrilla de las Farc. Por el sur también hacían presión los elenos, que, con la complicidad de Hugo Chávez, se fortalecían cada vez más en Arauca.
A esta bomba de tiempo se sumó, no solo en el 98 y el 2000, sino de muchísimo tiempo atrás, el abandono desmedido del Estado, que permitió uno de los peores impactos ambientales con la siembra de miles de hectáreas de coca en la región.
Y también permitió que nunca llegara el desarrollo con carreteras reales, servicios de salud, vías de transporte fluviales y aéreas y un sistema sólido de justicia. Este fue reemplazado por la mano criminal de Rubén Zamora, jefe del frente 33 de las Farc, y de Salvatore Mancuso, segundo hombre de las Auc para la época.
La Fiscalía tiene documentado que el accionar del paramilitarismo, en el que tuvieron actuar directo varios integrantes de la Policía y el Ejército, dejó entre mayo y agosto de 1999 más de 77 personas masacradas y 18.000 desplazados, el mismo número que, casi tres décadas después, se está contabilizando.
La misma guerra y los mismos responsables. En el 99, Tibú se bañó de sangre un 17 de julio, cuando los encargados del Ejército en la zona cerraron los ojos y permitieron que hombres armados entraran a la población y asesinaran a 20 habitantes. El mismo modus operandi que presenciamos a través de las redes sociales esta semana: un allanamiento ilegal de casa en casa, con amenazas a punta de armas.
No se están peleando por la ideología marxista-leninista o el amor al pueblo que tanto promulgan. La coca los tiene en la misma disputa.
Como ocurrió hace cinco días, hace 26 años también mujeres corajudas, las que sostienen los hogares y a la comunidad, se envalentonaron contra los delincuentes de uniforme, botas y fusil, y les impidieron que asesinaran a los jóvenes que los otros delincuentes no habían podido asesinar.
Carmen Teresa Blanco se interpuso entre el AK-47 del guerrillero de las Farc y su hijo de 16 años. Los subversivos llegaron a la zona rural de Tibú a indagar por qué los paramilitares habían dejado vivos a 'ciertos' hombres, tanto en La Gabarrra como en Filogringo, en El Tarra. Los acusaron de ser colaboradores de los hombres de Mancuso, así como él había enviado a "limpiar" el Catatumbo de los auxiliadores de la guerrilla. La población civil, como siempre ajena a la confrontación bélica, pero en el corazón de ella y en medio de un fuego que no tiene términos medios.
La misma historia de los años 90 y de hoy. Los mismos intereses narcotraficantes heredados y los mismos patrocinadores de la sevicia. Los que actúan por obra y por omisión, como reza el acto de contrición.
Teresa fue una desplazada hace 26 años. Lo perdió todo. El rancho, las gallinas, los tres perros y el cultivo de plátano y el de cacao. También la olla exprés que su otro hijo le había comprado en el Táchira (Venezuela) para el Día de la Madre. Todo.
Teresa tiene la misma historia de don Clemente Martínez, uno de los tantos campesinos que lograron cupo en las volquetas que salieron desde Tibú, en caravana y con banderas blancas rumbo a Cúcuta, el pasado 19 de enero.
La misma guerra, el mismo abandono, los mismos bandidos, porque las disidencias de las Farc y los criminales del Eln de hoy son los herederos de los grupos subversivos y delincuenciales de ayer. No se están peleando por la ideología marxista-leninista o el amor al pueblo que tanto promulgan. La coca los tiene en la misma disputa de hace 30 años.
Teresa nunca regresó al Catatumbo, pero el fantasma de la guerra volvió a tocar a la puerta de sus recuerdos y sus dolores esta semana.