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La muerte de Mario Soares

Fue presidente de su país y eurodiputado. Un arquitecto de la paz y un constructor de libertad.

Abel Veiga Copo

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A los 92 años de edad, Portugal despide a Mario Soares —fallecido este 7 de enero—, el arquitecto de la democracia que hoy viven y disfrutan los portugueses. El estadista de la libertad.
Soares es y fue para Portugal lo que Suárez para España. Liderazgo, coraje, valentía, lucha por las libertades y dignidad, costase lo que costase. Incluso la prisión, el silencio, la deportación, el exilio, o el desprecio inicial de una parte del pueblo que abrazó la dictadura primero de Salazar, después de Caetano. Se enfrentó a la dictadura con coraje y civismo. Con valentía y pundonor, lo mismo que hizo frente a un partido comunista que supo cauterizar y orillar para salvar la democracia en los setenta ante la tentación del abismo en las calles.
Adelantado a su tiempo, Soares estuvo siempre allí donde estaba la libertad. Libertad individual y colectiva, solidaridad y lucha. Nunca estuvo ni estaría en otra barricada que no fuese esta. La del compromiso por la libertad, la igualdad, la solidaridad, lo social.
En Portugal, la revolución con los militares a la cabeza pusieron punto y final al sátrapa. Un punto final donde nadie sabía lo que vendría, pese a un aroma intenso de libertad y sueños. El mismo que los comunistas quisieron llevar a sus últimas consecuencias con la presión de la calle, pero se toparon con un Soares decidido a crear y edificar un Estado social y de derecho donde el juego político fuesen solo las urnas.
Fue un soñador, pero, sobre todo, un pragmático con altísimas dosis de realismo y sentido de la oportunidad. Situó al socialismo portugués en sus cotas más altas de resultados y prestigio, nunca recuperados tras él, pese a perder en 2006 unas presidenciales a las que no debió presentarse ya con 82 años. Supo orillar la radicalidad, también los principios más sagrados de la izquierda —no concebía, para desgracia de Cunhal (el viejo adversario comunista con el que recorrió las calles lisboetas en abril de 1974 aupado en los tanques), otra izquierda más que la socialista—, pero en aras y necesidad del país, eliminó recetas económicas socialistas para sacar del impase a Portugal. Sabía que la democracia portuguesa solo sería posible si la economía se enderezaba, y ahora no hacían falta experimentos ni recetas radicales.
Soares tenía carisma. Su bonhomía y aspecto bondadoso no ocultaban la astucia y la inteligencia de un viejo zorro. En 1975 ganó las elecciones constituyentes con un 14 % de resultado, que no aceptó el partido comunista y se tomó las calles. La deriva de Cunhal fue un juego de suma cero, todo o nada. Y ahí en la calle, Soares ganó la mejor y mayor de sus victorias.
En la Alameda lisboeta, en el corazón de la calle, el socialismo se bautizó en 1975. Con Soares a la cabeza y más de una vez enfrentado al aparato del partido que fundó en 1973.
Soares nunca se calló. Se enfrentó a quien se tenía que enfrentar. Guardó silencio por respeto y alzó la voz allí donde la tenía que alzar. No importa que enfrente estuviera un Reagan o un Carter, un Gorbachov o un Brandt, un González o Mitterrand, incluso un Peres o un Arafat. En los ochenta tildó a Castro de dinosaurio en extinción.
Su pragmatismo lo llevó a entenderse con casi todo, con Mota Pinto, pero nunca con un Cavaco Silva; el abismo entre ambos era manifiesto. Llevó a Portugal al corazón de Europa, fue presidente de su país y eurodiputado. Pero la historia es al final la única y fiel juzgadora. Tuvo sombras y atesoró luces, como todo ser humano. Virtudes y defectos se dieron abrazos en su vida. Pero, por encima de todo, el arquitecto de la paz fue un constructor de libertad para su pueblo. Ese es el legado y el testimonio que le rinden los portugueses y muchos demócratas.
Abel Veiga Copo

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