Nunca, en ninguna época, los movimientos migratorios han parado. Es algo innato al ser humano. Viajar, buscar, asentarse y cambiar forman parte del ser, de la personalidad, del desarrollo de toda persona. Sobre todo ante situaciones de miseria extrema, violencia, guerras, genocidios, miedo y atropello de derechos humanos. Es normal aspirar a una vida mejor; salir de la pobreza y la marginación; buscar una oportunidad; huir de la violencia, la persecución, las dictaduras, el terror.
Puede usted buscar cualquier otra causa, la encontrará también. Las migraciones no son caprichosas; lo sabemos bien en países y territorios donde, años atrás, la migración era masiva, donde la juventud de pueblos enteros migró a América, Europa y a tantos otros lugares. Fueron nuestros padres, abuelos y bisabuelos; fueron gentes que, como las de hoy, buscan un futuro para ellos, para sus hijos, para sus familias. Porque atrás, salvo familia, no dejan nada, porque nada han tenido.
Deberíamos recordar bien esos tiempos. Lo que hicieron los nuestros: cómo emigraron, bajo qué condiciones, cómo vivieron allí, cómo se sintieron, cómo los hicieron sentir. ¿Qué dejaron atrás, con la nostalgia del ayer, y qué encontraron allí, con la nostalgia de la tierra madre y los padres?
Nadie les regala nada. Al contrario, a veces es la indiferencia y el silencio, el desprecio, lo único que hablan. Pero ellos anhelan, esperan, confían, buscan. Esperanza de saber que lo que aquí les suceda seguramente es mucho mejor que lo que dejan atrás.
Estos días hemos asistido al desgarro de esa emigración. Primero, a través de barcos en el Mediterráneo. Muchos mueren en los naufragios silenciosos que nadie ve, oye, ni quiere escuchar. Otros, tienen suerte de salvar sus vidas, pero la Europa soberbia y arrogante no los quiere.
Las migraciones no son caprichosas; lo sabemos bien en países y territorios donde, años atrás, la migración era masiva, donde la juventud de pueblos enteros migró a América.
Habrá cientos de Aquarius, y con ellos, numerosas historias humanas y dramas personales. También hemos visto las ‘perreras’ humanas en otros países, y el dolor de unos niños inocentes que no entienden ni pueden entender la separación forzada de sus padres. Es la inhumanidad cargada de sinrazón, pero con una finalidad abyecta.
Ay, viejo Mediterráneo, alma robada. La muerte golpea insistente, anónima, siempre en los más débiles, los desheredados. Europa y Occidente siguen naufragando en su crisis de identidad, de valores y económica. No nos importa nada ni nadie, salvo el yo, prisioneros de una oquedad inhumana que nos asfixia como personas. La tragedia, el desgarro de cientos de personas que mueren en las costas de la Europa del sur, pero Europa rica, no nos quiebran ni rasgan el alma, ni siquiera la conciencia.
Es el drama de la pobreza, pero también es el drama de una Europa desoladora. Un mar lleno de cadáveres, un naufragio, vidas y vidas truncadas, rotas, robadas por la bravura de un mar sin piedad. Ya no hacen falta más imágenes. Simplemente no las queremos en nuestra soberbia, vaciedad, egoísmo y maniqueísmo barato. Aquí, nadie regala nada. Paraísos de indiferencia, de vacíos, de hedonismos fútiles.
Hace año y medio, el alcalde de Lampedusa aseveraba: “Pero ¿qué cosa estamos esperando?”. Y acierta: ¿qué espera Europa, qué más tiene que pasar para que tomemos conciencia de una realidad aciaga, dura, trágica? ¿Qué hacemos por los países pobres de África? ¿Qué estamos haciendo allí, consintiendo, apoyando? No queremos ver, somos ciegos viendo, somos sordos escuchando, somos fantasmas sin voz, ni conciencia, ni alma, ni fuerza ni coraje. La indiferencia nos ahoga también, nos hace naufragar como sociedad, como pueblo, como padres. Nos da vergüenza, pero miramos hacia otro lado.
Siempre lo hemos hecho y lo seguiremos haciendo. Miles y miles de inmigrantes han muerto ahogados en la noche de las lunas rotas, sin lágrimas, sin sentimientos. Rumbo a la tierra prometida, el rico Occidente, egoísta y meditabundo, ensoberbecido y embriagado de sí mismo. Aguas de Canarias, aguas mauritanas, libias, italianas, aguas del frío y gélido Atlántico, del meditabundo y tranquilo Mediterráneo, zozobra de pateras y ceguera de patrulleras marroquíes que miran hacia otro lado. Mafias rutilantes y tráfico humano, cadenas de esclavitud y miseria del siglo XXI. Tierras de escarnio, crisol de culturas, ocio y abundancia, de trabajo y vanidad. ¿A quién le importan estas muertes sin rostro y sin gritos que escuchemos? ¿Quién llora?
Sin papeles, sin derechos ni dignidad humana, están expuestos a ser explotados por otros sin escrúpulos. Solo son inmigrantes, sin nombre pero con apellidos, sin rostro pero con caras, sin futuro pero con presente. Solo son y eran eso para algunos miserables. En busca de una oportunidad, pero tras ello se ocultan sigilosas y acechantes la muerte, la pobreza, la insolidaridad, el abandono. La tragedia y la bravura del mar los abrazan impunemente. No los indultan en su oleaje de vida y muerte. Tampoco la indolencia de algún ministro italiano que no duda en llamarlos simplemente “disgraziati”.
ABEL VEIGA COPO