Venía piloteando bien la cuarentena, pero desde hace unas semanas me está costando dormir y asumo que una cosa tiene que ver con la otra. Me acuesto a las diez, once de la noche, y a veces no logro cerrar el ojo sino hasta las cinco de la mañana. Y no es tanto el tiempo que llevamos en aislamiento, sino el que nos falta, porque esto no tiene cara de acabar pronto.
Por muy acostumbrado que estés, no es fácil comer donde cocinas ni trabajar donde duermes. Mientras quienes suelen ir a una oficina cinco días a la semana ya están extrañándola, los que estamos acostumbrados a trabajar desde la casa estábamos convencidos de que esto iba a ser un mero trámite y que llevar años en aislamiento voluntario no era más que un entrenamiento para estos tiempos de crisis. Pues, ni por ahí. No he querido leer los múltiples artículos de prensa que hablan de los trastornos que puede acarrear un largo encierro, por lo que ni idea de si tengo los síntomas que mencionan en ellos, pero no hay duda de que algo está pasando.
En el día todo es perfecto, y más ahora que el calendario de fútbol se está poniendo al corriente y hay partidos todos los días. También veo películas, leo y escribo, que es lo que suelo hacer regularmente, por lo que, insisto, en teoría no debería estar tan afectado porque mi rutina no ha cambiado. Pero algo pasa cuando llega la noche, saber que me cuesta dormir ha logrado que ir a la cama ya no sea motivo de placer, sino ansiedad.
Cierro los ojos y empiezo a tener visiones. Al principio todo es oscuridad plana, pero lentamente la nada empieza a tomar forma humana, caras que no reconozco, que no están definidas y son apenas siluetas, casi hologramas. No hacen ni dicen nada, solo me miran; tampoco sé a quiénes pertenecen, pero siento que quieren hacerme daño. Entonces abro los ojos aterrado, prendo la luz y me quedo perplejo en la cama, sin ganas de poner la televisión o leer un libro. A veces me baño porque es una forma de escape, pero tarde o temprano tengo que volver al colchón porque lo único que quiero es dormir así no pueda o, más bien, no quiera.
Temo dormir porque llevo semanas teniendo el mismo sueño: estoy entrando a un cuarto vacío, camino despacio, y mientras más me acerco a la puerta, el miedo aumenta. No sé qué pasa en esa habitación, pero hay algo en ella que me causa terror. La habitación siempre es diferente, pero el cuadro es el mismo, una casa cualquiera completamente vacía y un cuarto con apenas una silla en la mitad a la que solo se le ven los pies de la persona que está sentada en ella. Solo una vez fui capaz de entrar y ver lo que me esperaba, el miedo era enorme, pero era más grande la curiosidad por saber de quién eran esos pies.
Son de mi padre, fallecido hace nueve años. Está vivo, sentado como se sentaba siempre, con medio culo por fuera, a mitad de camino entre sentado y acostado. Su forma de sentarse era igual a su actitud hacia la vida, medio flojo, medio derrotado, aunque no puedo decir que mi papá fuera flojo.
En el sueño está todo de negro, zapatos, jean, camisa manga larga rigurosamente abotonada; hasta el pelo, que era canoso, es ahora azabache; parece un enterrador, la muerte misma. No me habla, ni siquiera se mueve, solo me mira. Su mirada no transmite nada, no hay tristeza, rabia ni dolor, solo me observa como el muerto que es, pero aun así quiere decirme algo. Es una mirada de reprobación, casi como de regaño, y en pleno sueño entiendo que así como me mira él me ha mirado el mundo, como si hubiera llegado a la vida con una falla y a la fecha no hubiera sido capaz de solucionarla. Le he fallado a todo el mundo, hasta a él, y no sé qué hacer para reparar el daño. En el sueño está vivo, no hay duda, pero solo él y yo sabemos que en realidad está muerto.
Algo tiene que pasar; si esta cuarentena no acaba pronto, voy a terminar enloqueciendo o quebrándola.
Adolfo Zableh Durán