Avanza en el Congreso la reforma política (Proyecto de Acto Legislativo 336/2024), cuyo tercer artículo ordena que las campañas sean financiadas exclusivamente con dineros públicos. Se prohibirían los aportes privados, hoy permitidos con ciertas condiciones.
Esta es una de esas ideas que suenan bien, sobre todo a quienes operan bajo la creencia de que las intenciones del Estado siempre son desinteresadas y puras, mientras que las del sector privado son fruto, como martilla nuestro mandatario, de la codicia. Pero no olvidemos que no hay nada más común que leyes o políticas públicas, en apariencia bienintencionadas, cuyas consecuencias son lo opuesto de lo deseado.
Las restricciones excesivas a la minería formal a fin de preservar el medio ambiente, por ejemplo, promueven la minería ilegal, mucho más dañina. Las leyes laborales que sobreprotegen al trabajador incentivan la contratación informal, bajo la cual el trabajador no tiene protección alguna. La prohibición de las drogas enriquece a los narcotraficantes. Etcétera.
La supresión de los aportes privados a las campañas bloquearía la injerencia de intereses particulares en las elecciones, lo cual, como dije, a muchos les agrada, aunque también debe decirse que no siempre esos aportes persiguen un interés específico. A veces la gente simplemente quiere respaldar al candidato que le gusta.
No hay nada más común que leyes o políticas públicas, en apariencia bienintencionadas, cuyas consecuencias son lo opuesto de lo deseado
Nuestro principal problema de financiación electoral, sin embargo, nunca ha sido que ciudadanos o empresas apoyen a las campañas, sino que a estas ingresen dineros oscuros, del crimen organizado o de contratistas que luego son recompensados con contratos a dedo o cambios regulatorios. Esos fondos no aparecen en las cuentas de las campañas, así que la prohibición de aportes privados no les hará ni cosquillas.
Es más: los partidos que se portan bien, es decir, los que no aceptan contribuciones debajo de la mesa, quedan en desventaja. Solo tienen una fuente de financiación, el Estado, mientras que sus rivales deshonestos tienen todas las fuentes que sean capaces de camuflar. Se debilitan los decentes y se benefician los bandidos. La norma conseguirá exactamente lo contrario de lo que pretende.
Con un agravante: los partidos se vuelven dependientes del Gobierno o la autoridad electoral de turno, que tiene la facultad de abrir o cerrar la válvula de recursos para premiar o debilitar al movimiento que quiera. En estos tiempos del ‘método shu–shu–shu’, que consiste en limitar los desembolsos públicos a diversos sectores con el fin de postrarlos, ¿estamos seguros de que es buena idea entregarles a los gobiernos el poder de aplicarles el shu–shu–shu a sus contradictores políticos?
El proyecto, finalmente, refuerza un mecanismo perverso de retroalimentación. Los ganadores en las últimas elecciones reciben más dinero que los perdedores por reposición de votos, y luego estos últimos, los perdedores, no pueden fortalecerse con aportes ciudadanos. Están condenados a un debilitamiento progresivo.
El senador Humberto de la Calle aporta un punto que me parece relacionado con el anterior: esta reforma proscribe la muy actual práctica del ‘crowd-funding’ para financiar campañas. ¿Por qué habría de prohibirse que una comunidad de ciudadanos patrocine un movimiento político a través de pequeños aportes?
Es preferible mantener el sistema de financiación mixto que tenemos y endurecer, eso sí, los mecanismos de control y fiscalización. Por ejemplo: no puede ser que, dos años después, aún no se hayan resuelto los interrogantes sobre supuestos aportes ilegales a la campaña del actual gobierno. Aportes que, de ser reales, habrían ingresado a esa campaña aun si este acto legislativo ya hubiera existido. Habrían pasado a través de la norma como agua por un colador.
THIERRY WAYS