El otro día, en un café cercano a una universidad escuché por casualidad la conversación telefónica de un joven estudiante de Ingeniería a quien una amiga había llamado para pedirle consejos amorosos. Al principio, la conversación me pareció una cualquiera, pero rápidamente pude notar algo particular en el modo en el que se expresaba el joven. Había intuido su carrera por las clases que había mencionado que tuvo en el día, pero, a medida que se adentraban en los problemas de su amiga, el joven abandonó su formación profesional para empezar a usar un lenguaje psicológico que ni yo me hubiera atrevido a usar con tal propiedad. Habló de ansiedad, depresión, apego evitativo y ansioso, como si fueran cualquier cosa.
Los ‘centennialls’ vivimos bombardeados de información, y gracias al auge de plataformas como YouTube o TikTok es fácil encontrar información sobre cualquier tema de forma resumida, fácil y hasta entretenida. Los videos se han vuelto las enciclopedias que facilitaban la vida a nuestros padres o la Encarta que les abrió el mundo a los ‘millennials’. Poco importa para nuestra generación si la información que consumimos es verídica, el afán del mundo no da tiempo de consultar las fuentes de cada video y, al final, confiamos en que el algoritmo nos mostrará la verdad por la cantidad de personas que hablan de un tema o, incluso, por las pequeñas notificaciones que nos muestran que algo puede ser considerado noticia falsa o la invitación a abrir un buscador para profundizar en un tema.
Dentro de ese universo de información que consumimos existe un tema que fascina a los jóvenes y es el de la psicología. La explicación del comportamiento humano, de nuestras obsesiones, miedos y las enfermedades mentales, parece ser algo que atrae a los jóvenes y que ha hecho que nuestro lenguaje se vuelva cada vez más psicologizado. Explicamos una tusa a través de lo que hemos consumido como síntomas de depresión, nos autodiagnosticamos ansiedad cuando nos sentimos intranquilos con una situación particular, afirmamos tener déficit de atención o autismo porque somos incapaces de enfocarnos en una tarea por el tiempo que esta requiere. Usamos los términos a diestra y siniestra sin conocerlos a fondo, sin tener la guía de un profesional, creyéndonos amos y señores del conocimiento psicológico porque vimos suficientes videos al respecto.
Algo que me parece curioso resaltar en torno a este tema es el hecho de que muchos jóvenes no solo hacen uso del lenguaje de las ciencias de la salud para describir pensamientos, sentimientos y percepciones de forma irresponsable, sino que, además, parecen esconderse tras sus autodiagnósticos. Algunos llegan al punto de describirse con ellos y justificar sus actitudes bajo la comodidad que les da el diagnóstico. Estas etiquetas parecen ser cómodas y útiles para no responsabilizarnos de nuestros actos, de la autogestión que implica la felicidad, de impedirnos un cambio o incluso buscar un tratamiento eficiente.
Nuestra generación, gracias a lo anterior, se ha vuelto más consciente de los problemas de salud mental y se ha tomado las banderas de visibilizar las enfermedades. Incluso yo he mencionado en un par de columnas que es una necesidad imperante que nuestro sistema de salud les dé mayor cobertura a estos problemas, que aumenten el número de psicólogos clínicos y psiquiatras para poder tener una atención más humana. Sin embargo, con la conversación del joven y este pensamiento en torno a la apropiación del lenguaje psicologizado, considero justo que, si queremos como generación hacer un llamado a la visibilización y el trabajo en torno a la salud mental, también lo enfoquemos a combatir la desinformación, el uso popular de los términos de las ciencias de la salud y una responsabilización por nuestros sentires y falencias.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR