Considero que, más que nunca, merecemos como jóvenes una reflexión sobre el fracaso, sobre la tristeza y la desesperanza. El mundo está configurado de forma tal que todas las narrativas que recibimos –las películas, los libros y hasta las historias que compartimos en redes sociales– son acerca del éxito, de la felicidad y de la dicha.
Nos hemos vuelto apáticos a los sentimientos denominados negativos, pues estamos seguros de que representan una contradicción con el mundo que nos rodea. Pensamos que nadie tiene tristeza, que nadie en el mundo tiene pensamientos de desesperanza o de pérdida y asumimos que todos nuestros sentimientos negativos deben acabarse.
Como menciona Abigail Shrier: “Hemos formado a los jóvenes para que consideren la felicidad como un estado natural y constantemente accesible. Quizás han llegado a creer que la tristeza momentánea equivale a una crisis, una catástrofe”.
Creemos que la felicidad se encuentra en el que más postee cosas en sus redes sociales, el que tenga la mejor casa, el que sube una foto sonriendo a diario, el que muestra que come en los mejores restaurantes o el que está todo el día en el gimnasio. Creemos que la felicidad está en tener un gran trabajo en una empresa prestigiosa, en el que logra emigrar o en el que puede viajar cada fin de semana. El que está en las mejores rumbas o el que no se pierde el concierto del momento.
La felicidad, sin duda, muchas veces se confunde con la alegría que pueden producir todos esos momentos efímeros, pero los jóvenes los hemos usado para maquillar la tristeza, ignorarla u ocultarla. La creemos indeseable.
Sin duda, como lo he mencionado con anterioridad, es necesario que aumentemos y exijamos una mejor política de salud mental, una preocupación real frente a este tema por parte del Gobierno, las aseguradoras y entidades prestadoras de salud. Pero antes de caer en el error de que todo debemos solucionarlo con terapia o con medicamentos, creo que es justo que les demos a las emociones la cabida que merecen en nuestras vidas.
No todos los sentimientos negativos representan un daño contra nosotros mismos, no todos nos llevan por caminos inciertos, nos acercan al mundo de la drogadicción o el suicidio. Existen tristezas que nos han provisto de un inmenso y sinnúmero de creaciones literarias y artísticas, incluso podríamos mencionar que en los momentos más duros de la humanidad han sido los sentimientos de resiliencia los que nos han sacado adelante. Creo en el poder de la introspección que genera la tristeza, en su capacidad para decirnos ‘¡Alto!’, en su importancia para permitirnos pensar en nosotros, en lo que verdaderamente queremos y en su poder transformador y creador.
No quiero que se piense que estoy en contra de los diagnósticos de depresión y ansiedad que han aumentado en los últimos años en los jóvenes o que busco desconocer el aumento de suicidios que se ha dado en diferentes ciudades del país. Lo que me gustaría, por el contrario, es proponer una mirada distinta al surgimiento de estos problemas de salud mental que aquejan a los jóvenes. No solo se trata de una presión social por ser lo más felices y exitosos, sino también una incapacidad que tenemos como jóvenes de reconocer la importancia de la tristeza, la rabia y la desesperanza.
Deberíamos reconciliarnos con la idea de que no todas las historias, las películas o los libros deban ser sobre personas que encuentran el éxito, el fracaso es más común en una sociedad que pone cada vez más altos los estándares de calidad de vida. Condenar el éxito significa aceptar el caos y la tristeza como parte de la vida, aceptar que, como dijo Nietzsche, “es preciso tener todavía caos dentro de sí para poder dar a luz una estrella danzarina”.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR
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