Las redes sociales han impuesto a los jóvenes una necesidad imperiosa de figurar, de crear personajes alejados de quienes son en realidad y de vivir de polémicas con el fin de estar en la luz del reflector. Daylin Montañez, una ‘influencer’ conocida como ‘la Tremenda’, confesó en un pódcast que se hizo rápidamente viral que había drogado a su pareja para cometer actos de violencia física y de abuso sexual. Días después de que fue señalada como violadora y que se le mostró que era un delito grave e imputable, la ‘influencer’ se echó para atrás. Dijo que todo había sido una estrategia para ganar vistas y así volver más famosas las fotos de su reciente boda.
Las redes se llenaron de un repudio colectivo que celebro hacia los actos de la ‘influencer’, pues nuestra generación ha entendido que el consentimiento no solo es necesario e importante en todas las relaciones, sino que se debe denunciar y rechazar cualquier acto que pase por encima del otro. Nosotros hemos ampliado el vocabulario para juzgar y señalar actos de violencia verbal, física o psicológica que otras generaciones normalizaban. Reconocemos más fácil lo que es un acoso, un abuso y un maltrato, pero más importante, sabemos que ningún familiar, pareja, amigo o conocido puede estar por encima de nuestro deseo y voluntad. Por esto nos han llamado generación de cristal: por denunciar, por exigir nuestros derechos, por reconocernos como seres capaces de alzar la voz cuando las cosas no están bien o quieren desconocer nuestra individualidad.
Sin embargo, quiero proponer otra reflexión para nuestra sociedad y el creciente número de jóvenes que se han dedicado a ser ‘influencers’. En La sociedad del espectáculo, Guy Debord propone que nos enfrentamos a un mundo en el que las personas buscan crear simulacros de su realidad, de transfigurarla con el fin de vender algún producto o servicio, haciendo que sean más importantes la propaganda, la mentira y la superficialidad a la hora de comunicarse.
Hace un tiempo una amiga me contaba que su prima ‘influencer’ subía historias en las que mencionaba que tenía una familia que la maltrataba mientras disfrutaba con ellos de sus vacaciones y aquel caso de maltrato simplemente no existía. Son numerosos los casos como este, en el que ‘influencers’ mienten sobre el lugar en el que se encuentran o las vidas que tienen con el fin de ganar más vistas, interacciones y, por supuesto, mayores ingresos o os de marcas.
Ese es el mercado y el mundo en el que vivimos, pero no al que deberíamos resignarnos. Considero imperiosa la necesidad de tener una regulación que castigue a los ‘influencers’ que como ‘la Tremenda’ buscan crear polémicas mediante la transfiguración de la realidad o la transgresión de las normas sociales, pues desconocen los daños que hacen a las víctimas de diferentes formas de violencia. Sus ansias de ‘likes’ les impiden ver que deslegitiman y opacan testimonios, volviendo escéptica a una sociedad que ya piensa que las víctimas denuncian por fama y no por exigir justicia.
Como ocurrió esta semana con el caso de las jóvenes deportistas de las que abusaron en Risaralda, cuyo proceso no estuvo en las conversaciones de los jóvenes. Ahora bien, una regulación es la salida fácil, pero ¿cuántas veces han actualizado las normas de convivencia de las distintas redes sociales para atajar estos comportamientos y los casos solo aumentan y son más graves?
Einstein decía que “numerosas y grandes son las aulas, pero pocos los jóvenes que realmente tienen sed de verdad y de justicia”. Es decir que si no construimos una reflexión ética sólida frente a nuestras comunicaciones como jóvenes y que trascienda en todas nuestras dimensiones (estrato, etnia o sexo) seguiremos creando tecnologías cada vez más alejadas de una ética que entienda y acoja al otro.
ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR