Un par de horas después de iniciar el día 14 de julio de 1986, terroristas del Eln dinamitaron el oleoducto Caño Limón-Coveñas, derramando más de 45 mil barriles de petróleo en La Donjuana, municipio de Carmen de Tonchalá, en Norte de Santander. Desde ese momento se inició un largo periodo de destrucción ambiental y social justificada con banderas revolucionarias obsoletas y cínicas.
En los años 90, las Farc se antojaron y quisieron darle un mensaje parecido al país: los colombianos que decían representar merecían ver sus ríos manchados de crudo, sus animales muertos y sus ecosistemas destruidos. Así, declararon objetivo militar los oleoductos y los recursos naturales.
Según Ecopetrol, el año pasado, 107 ataques afectaron más de 65 mil metros cuadrados de suelo y cerca de 40.500 metros de cuerpos de agua.
No es algo nuevo, ni exclusivo de Colombia. Según Naciones Unidas, Al Qaeda y sus afiliadas suelen atacar la infraestructura energética en países como Argelia, Irak, Kuwait, Pakistán, Arabia Saudita y Yemen.
Adicionalmente, Estado Islámico ha contaminado acuíferos con crudo entre sus tácticas de guerra, como sucedió en el distrito de Balad, en Irak (una estrategia usual de retirada, pues siempre han preferido tomar control y explotar los campos petroleros, según me explica el profesor Guillermo Ospina Morales, investigador en Medio Oriente y grupos terroristas).
Desde el siglo pasado, Arauca, Boyacá, Casanare, Norte de Santander, Nariño y Putumayo han sufrido la explosión de oleoductos. En los últimos 10 años se han contado cerca de 1.500 atentados al oleoducto Caño Limón- Coveñas, fluctuando el número según las intenciones de los terroristas: solo en 2013 hubo 227 voladuras que afectaron también al Trasandino y al Orito-San Miguel.
Históricamente, los más afectados han sido los ríos Arauca, Tibú, Catatumbo y Tarra; las quebradas El Loro, El Carmen, La Medrosa, La Pérdida y Caño Victoria Sur, algunas de las cuales surten los acueductos de la región. En el sur del país, los ataques contra el oleoducto Trasandino han ocasionado emergencias en los ríos Mira, Caunapí y Rosario.
Iniciando la década de los 90, en el corregimiento de Zapatosa, en Cesar, se produjo un derrame de más de 14 mil barriles en esta ciénaga, cuya área sobrepasaba las 40 mil hectáreas. Dos años después, 45 mil barriles de petróleo terminaron en las aguas de la quebrada San Roque, en los ríos Ité y Cimitarra.
Y no pararon. Hace cuatro años derramaron 10 mil barriles de petróleo a las quebradas Pinde y Pianulpí, y al río Mira, y vertieron 200.000 galones en una zona en la que hay varios recursos hídricos que desembocan en el río Cuembí.
Según Ecopetrol, el año pasado, 107 ataques afectaron más de 65 mil metros cuadrados de suelo y cerca de 40.500 metros de cuerpos de agua. Mamíferos, peces, reptiles y anfibios han muerto, y sus hábitats han desaparecido.
Este año ya casi llegamos a 10 atentados, y la cuenta seguirá aumentando. La infraestructura energética es vulnerable por el impacto positivo que tienen en el desarrollo del país y por la facilidad de atacarlas.
Desafortunadamente, los atentados contra los oleoductos se han vuelto paisaje en los periódicos y noticieros, y nos estamos condenando a vivir otros 33 años viendo cómo destruyen nuestro medioambiente y nuestros recursos naturales.
Es hora de que el Eln descuelgue esa bandera rojinegra revolucionaria que pareciera simbolizar el color de los ríos mezclados con petróleo y la sangre que las víctimas no han parado de derramar con sus voladuras de oleoductos desde ese famoso 14 de julio de 1986.