La realidad y la inconsciencia de ser y los otros son el galope permanente y simultáneo de La encomienda, de Margarita García Robayo; una oda trepidante a la intimidad, pues no vivimos solos y “en la cotidianidad vemos lo más feo de los seres humanos”. La voz de la protagonista, una escritora, choca con ella y los actores circunstanciales de su entorno, que van desde la madre, el novio, el vecindario hasta su indomable dama de compañía, la felina Ágata. Una escritura meticulosa, arraigada en sí misma, que hurga en la incomunicación entre los queridos seres humanos.
La protagonista recibe encomiendas de la hermana, como un hilo tenue del recuerdo de su distancia y de ser distintas. Un día llega la encomienda mayor, una visita titila en la oscuridad, la madre. Un encuentro de monosílabos, donde la narradora se mira en el espejo deformado de la madre, tan entrañablemente parecidas y a un abismo de lejanías: el invisible cordón umbilical visualiza los rastros fragmentados de la memoria.
Oficio y profundidad destella la novela, en el sentido de que las pasiones humanas se fijan en el papel con sus miserias y certezas de luz. Margarita García Robayo nos sumerge en el silencio, en lo no dicho; estamos en deconstrucción cotidiana. Al ser en primera persona, alguien nos conduce, se interroga quién es, quiénes son los otros, quién es el lector ante la página herida. En esa tensión, la novela es una partitura de un escepticismo integral. Al ver a la madre vulnerable, huérfana, y recordar la partida del padre en un tiempo ya remoto, se pregunta: “¿Cuánto dura un muerto vivo dentro de otro?”. La perturbación del corazón, la neurosis, la imposibilidad de expresar cariño, el tiempo que sucede, la soledad de estar vivos.
La protagonista se sabe buena y vil, en esa dicotomía nos movemos y, más allá de moralismos, es una premisa de convicción. Sobre la escritura proclama: “En el mapa universal de oficios, escribir equivale al esfuerzo que empeña una garrapata en alimentarse y sobrevivir entre depredadores”. Epifanías que brillan, como la exquisita reflexión sobre llorar: “Nos tragamos un río y ahora hay que expulsarlo para quitarnos el mal sabor, para deshincharnos y curarnos”.
La encomienda es un revulsivo sanador y un latir de la consciencia desgarrada. “Yo soy el brote y la extinción. No hay nada en el medio”. Sí, la literatura, bordeando los arrecifes de la libertad.
ALFONSO CARVAJAL