Con razón, amplios sectores políticos y de opinión han ponderado la certificación de EE. UU. al país sobre el compromiso de lucha contra la producción, tráfico y consumo de estupefacientes, que –como dijo el excanciller Julio Londoño en reportaje a María Isabel Rueda– pesaba como la espada de Damocles sobre el Gobierno pese a que, según anotó, es un instrumento unilateral que no comprende íntegra la cadena criminal del narcotráfico.
Vista en perspectiva, la tortuosa descertificación en 1996 no se dio tanto por inactividad de Colombia contra el narcotráfico como porque a la campaña presidencial de 1994 entraron 6 millones de dólares provenientes de tan sucio negocio.
Desde que surgió la ‘guerra contra las drogas’, nuestro país ha hecho lo posible, legal y políticamente, para cumplir la tarea. Ya en 1961 aprobamos un importante instrumento internacional, sumado al de la Convención de Viena de 1988, en cuya discusión Colombia presidió las deliberaciones como un homenaje al exministro de Justicia Enrique Parejo, valeroso luchador sin tregua contra los carteles de la droga, causa del atentado que casi le cuesta la vida en Budapest.
Hemos aumentado exponencialmente las penas para los mercaderes de las drogas: en muchos casos resulta sancionado en forma más gravosa el envío de unos cuantos kilos de coca que un homicidio.
En 1986 se expidió un severo estatuto de estupefacientes, por lo que los narcos trataron de matar al ponente en la Cámara, el joven y brillante parlamentario Alberto Villamizar.
Los magistrados asesinados el 6 de noviembre de 1985, contra viento y marea y a pesar de terribles amenazas, se habían negado a tumbar el tratado de extradición, según lo pedían por intermedio de sus abogados de confianza, los barones de la droga. Lamentablemente los juristas que vinieron después del holocausto, en extraña decisión por sus discutibles argumentos, dejaron sin vigor el tratado de diciembre de 1986.
El gobierno de Virgilio Barco recurrió al estado de sitio para establecer la extradición por vía istrativa y dio comienzo a la extradición de nacionales acusados de este delito internacional, aun cuando no podían aplicar el tratado aprobado sin discusión por el Congreso en 1979.
También afrontó la guerra narcoterrorista contra los colombianos, sin ceder a la presión de los narcos que buscaban a toda costa tumbar el tratado. Y prefirió retirar una reforma constitucional bien estudiada a permitir que por un referendo se buscara prohibir la extradición de nacionales. Infortunadamente, por razones aún no bien explicadas, la Constituyente del 91 cedió ante la presión narcotraficante de los secuestros selectivos. Si incumplir los compromisos hubiera sido razón para descertificar el país, lo hubieran podido hacer luego de que los constituyentes acabaron con la extradición de nacionales.
Barco también estableció el mecanismo de la extinción de los bienes originados en el tráfico de drogas y el lavado de activos.
Sobre los cultivos de coca, no puede negarse ni lo que implicó su aumento tras los acuerdos paz –contra lo esperado– ni su reducción en el último año. Pero ese no debería ser el único criterio. Hay aspectos en la cadena que son mucho más relevantes. Podemos por momentos imaginar qué harían los productores de la hoja de coca sin los precursores químicos que la transforman en pasta de coca: a lo mejor, lo mismo que los campesinos con los productos lícitos que no encuentran mercado, centros de acopio y distribución o precios justos: dejarlos perder. ¿Por qué el Estado no redobla el trabajo para controlar precursores, desbaratar laboratorios, capturar capos e impedir la distribución de la droga?
Una reforma agraria integral puede ser el mejor antídoto contra la producción de la hoja de coca. Y un Estado audaz y eficiente en controlar la producción y distribución de estupefacientes, además de perseguir los bienes, generaría mejores métodos en la lucha contra las drogas, mientras la comunidad internacional encuentra otras formas de impedirlo.