Pese a su inicial activismo político en la izquierda latinoamericana, y cuando todavía no tenía visa para viajar a Estados Unidos, Gabriel García Márquez decía que el periodismo de ese país “era el mejor del mundo como género”, lo cual era un reconocimiento explícito a la fama mundial que ese periodismo había alcanzado con el caso Watergate, investigación periodística liderada por los reporteros Carl Bernstein y Bob Woodward del ‘Washington Post’, que dio al traste con la segunda presidencia de Richard Nixon, quien se vio obligado a renunciar.
Ese caso, iniciado como un inocente evento policivo, como fue el asalto nocturno de unos “plomeros” a las oficinas del Partido Demócrata –que por un torpe manejo inicial del entorno presidencial adquirió unas dimensiones de efecto bola de nieve–, en el Hotel Watergate en época de campaña electoral, terminó con el encauzamiento de 69 funcionarios, de los cuales 48 fueron declarados culpables.
Lo particular es que Nixon, según el fiscal del caso, James Neal, inicialmente no estuvo al tanto de esa operación, pues según grabación de una conversación con su jefe de gabinete, H. R. Hatdelman, se le escucha preguntar: “¿Quién fue el imbécil que lo ordenó?
Pero el gran enredo empezó cuando descubren conexiones iniciales entre el pago a “los plomeros” y fondos provenientes de la campaña de reelección de Nixon, lo que inicia todo un entramado de operaciones
encubiertas para dejar a salvo la imagen del presidente, de las cuales conoce Nixon pero que públicamente se mantiene al margen.
Fue una especie de trama policiaca en la cual participaron activamente los dos reporteros mencionados, funcionarios de varios niveles del Estado, entre ellos fiscales; agencias de inteligencia y, por supuesto, el Congreso. Cuando los fiscales ponen contra la pared a varios funcionarios y les decretan penas provisionales excesivas –rebajables si colaboran con la investigación–, varios de ellos manifiestan que Nixon había hecho instalar un sofisticado sistema de grabación en la sala oval del despacho presidencial, donde quedaban registradas todas las conversaciones personales y telefónicas del presidente.
En ese momento se inició una batalla legal para obtener tales grabaciones, pues Nixon apelaba al privilegio presidencial de seguridad nacional para no facilitarlas, pero fue tanta la presión mediática, de opinión y política que la Suprema Corte de EE. UU. le ordenó entregarlas. El contexto de estas, pese a tener mutilaciones de temas comprometedores, revelaba toda una trama orquestada desde la propia presidencia para limitar los alcances del escándalo, pues se hacía evidente que había una montaña de mentiras inducidas y autorizadas por el propio presidente.
Ante un escándalo de tales dimensiones, y no obstante el prestigio con el cual había iniciado su segundo mandato, reunión y distensión con la China de Mao, firma de un acuerdo de control de armas nucleares con la entonces URSS, política económica exitosa con el control de precios y salarios, a Nixon se le vino encima la acusación o solicitud de ‘impeachment’ que probablemente terminaría en la destitución y enjuiciamiento penal. Ante esa eventualidad, Nixon, aconsejado por el notablato republicano encabezado por el senador Barry Golwater,
renunció con el previo acuerdo implícito de su sucesor, Gerald Ford, de otorgarle perdón presidencial total.
Esa renuncia fue un gran triunfo para el periodismo independiente de Estados Unidos, en especial de sus dos reporteros estrellas, y dio lugar a muchos libros, reportajes, películas y el incremento de la matrícula universitaria de estudios de periodismo, envanecidos por el fortalecimiento de los paradigmas de llamarse “cuarto poder” o “perros guardianes” de la sociedad. Es el periodo del surgimiento y expansión del periodismo investigativo que en Colombia inició en este diario Daniel Samper Pizano.
Pero, también, ese exitismo mediático provoca en muchos medios el síndrome de la figuración, con la idea de derribar símbolos de poder, con historias que en muchos casos resultaron contaminadas con intereses políticos, gremiales, sectoriales o, simplemente, personales. Y, con el vertiginoso desarrollo tecnológico ocurrido a partir de la década de los ochenta, la importancia de los medios, especialmente los digitales con la inmediatez de la información, se ha acrecentado.
En ese contexto aparece en el escenario político de la primera potencia mundial, que es Estados Unidos, la controvertida figura de Donald Trump, a quien, en principio, muchos subestiman por venir del mundo del empresariado ‘ligt’ como la hotelería, la publicidad, la farándula, concursos de bellezas y similares, además de carecer de trayectoria y experiencia políticas.
Tengo la impresión de que los medios de EE. UU., y en general del mundo, no han encontrado la estrategia adecuada de tratar a Trump, pues lo están haciendo al estilo de lo que hicieron con Nixon, quien, además de ser un personaje cínico, era muy culto y conocía el detalle de la política nacional e internacional, pero que respetaba las formas de la política de la
época y, en cierta forma, se dejó acorralar por la presión mediática de la época.
Trump es un personaje que semeja alguien del mundo de los casinos, que apuesta duro y utiliza un lenguaje agresivo con los contradictores, que ha impuesto como nuevos paradigmas la posverdad y los hechos alternativos, en nombre de los cuales increpa a la prensa culpándola de las ‘fake news’, con un poderoso Twitter que comienza a utilizar desde las primeras horas del día.
Es un personaje que irrita las élites, pero cuyo mensaje les llega a las bases con acciones como la renegociación del acuerdo comercial con México y Canadá, la presión arancelaria frente China, el amistoso trato iniciado con Corea del Norte y, ahora, el rompimiento del acuerdo nuclear con Rusia, de cuyo fracaso culpa a Barack Obama por, según él, dejarse engañar de Puttin.
AMADEO RODRÍGUEZ CASTILLA