Hay dos formas de leer el "acuerdo nacional". Una por lo que dice y otra por lo que verdaderamente busca. Un texto tan etéreo, desprovisto de apuestas programáticas claras y mudo en materia de transformaciones estructurales, solo puede tener un propósito eminentemente político. El acuerdo no es más que una atarraya para pescar entre los sectores moderados e independientes –profundamente desencantados del Gobierno– los apoyos suficientes para atajar la cabalgante derecha reaccionaria.
Los cinco puntos del acuerdo no encarnan novedad alguna. Nada de lo que se expone está por fuera del marco constitucional. Es un texto políticamente correcto que contrasta con las altisonancias de Petro. Sus planteamientos no dejan de ser obviedades que nadie con mediana sensatez objetaría. Si acaso, traslucen el triste recordatorio de la grosera incapacidad del Estado de materializar sus mandatos fundamentales.
Ante su deliberada inocuidad cabe preguntarse por qué se invita a un acuerdo en dichas condiciones. ¿Qué busca ese marco axiológico que no trae propuestas concretas y que difícilmente salvará la maltrecha agenda legislativa que concentra las principales apuestas del Gobierno? Entender su propósito exige leer entre líneas y revisar la siguiente hipótesis: en un juego de doble partida, el Gobierno quema las últimas naves para aglutinar la mayor cantidad de fuerzas y, al mismo tiempo, arrinconar a la derecha en la esquina de la mezquindad política.
La pregunta final es si el Presidente se le medirá a la política de la atarraya y si será capaz, junto con su séquito, de respetar los mínimos acuerdos que su mismo gobierno propone.
Son tres los elementos del acuerdo que dan luces sobre la estrategia: la renuncia a la reelección, el archivo implícito de la constituyente y la promesa del cambio de tono en el relacionamiento político. Tres factores que han alejado a sectores que coinciden en muchas de las propuestas del Gobierno, pero que repudian las formas escogidas para tramitarlas y olfatean el peligro de empoderar una opción política dispuesta, inclusive, a destruir para transformar. Esos sectores independientes y moderados, acéfalos de liderazgo, si bien alejados del petrismo, no se sienten tampoco representados por la derecha. El acuerdo podría despejar sus recelos y llevarlos al redil de una nueva alianza política para el 26.
Para que la red extendida se llene de peces, sin embargo, se requieren dos condiciones. La primera, lograr atemperar la volatilidad del Presidente y de sus seguidores. Ellos son los primeros en estigmatizar y escalar la temperatura del debate público. Eso sin mencionar que ha sido el oficialismo el que ha defendido la constituyente y de donde han surgido voces en apoyo de una posible reelección. La segunda condición es la de aceptar que el petrismo deberá pasar a la suplencia. En el 26, si quiere mantener algo de poder y no dejar naufragar al progresismo, Petro tendrá que sentarse en la silla del copiloto y renunciar a la posibilidad de llevar un candidato enteramente suyo a la presidencia. La atarraya es su salvavidas siempre y cuando sean los moderados y los partidos tradicionales quienes tomen la batuta.
En paralelo, el acuerdo, tan vago y tan obvio, probablemente será rechazado por la oposición. Caerán en la trampa de convertirse en simples y mezquinos objetores. Correrán el riesgo de asumir el costo de negarse a sus sensatas condiciones. ¿Quién se opondría a una política sin violencia, al respeto por la Constitución, a la salvaguarda de las reglas electorales, a la inversión en los territorios y al desarrollo económico con equidad?
La pregunta final es si el Presidente se le medirá a la política de la atarraya y si será capaz, junto con su séquito, de respetar los mínimos acuerdos que su mismo gobierno propone. Si lo logra, quizás, al final del día su saldo político en el 26 no estará en rojo, tal y como parecería estarlo si llega al poder la cabalgante derecha reaccionaria.