Imposible saber para dónde se mueve la economía mundial. Aunque las señales son confusas, el riesgo de la recesión es muy alto. Los fenómenos de los últimos días son preocupantes para Colombia y para América Latina. Recuerdan crisis del pasado como la del inicio de los años ochenta del siglo pasado, que desembocó en la “década perdida” en la región.
Estados Unidos parece ya haber completado dos trimestres seguidos de contracción de la producción, lo que define en términos técnicos haber entrado en recesión. Con tendencia a profundizarse por un registro de inflación anual de 9,1 % en junio que conduce, inexorablemente, a reforzar el apretón monetario. Los precios de los productos básicos han comenzado a ceder ante la perspectiva de la caída de la demanda, afectando el petróleo, el cobre, el maíz, la soya y el mineral de hierro. El único producto siempre al alza es el gas natural. Y nadie conoce los designios del señor Putin, por lo cual no es descartable una crisis económica mundial con precios altos de la energía.
Estamos, pues, en un punto de inflexión de la economía global. Así lo perciben los mercados. Las monedas buscan refugio en el dólar de los Estados Unidos, que domina por completo al oro, que en el pasado era el activo que protegía contra inflaciones y recesiones; su precio ha bajado en las últimas semanas. El euro está a la par con el dólar, y una libra esterlina se compra con 1,19 dólares. En América Latina, el peso colombiano y el chileno llevan la delantera en la devaluación, pero las monedas de Perú y Brasil también han perdido valor. No obstante el nombramiento de José Antonio Ocampo como ministro de Hacienda en Colombia, no se ha logrado tranquilizar a los mercados con respecto a la futura política económica en el país.
La prioridad inicial del nuevo Gobierno debería ser la preparación de un programa de ajuste que genere confianza en los agentes y, particularmente, en los inversionistas nacionales y extranjeros.
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El contexto internacional es tan complejo, y la economía colombiana tan frágil en lo externo y en lo interno, que, mucho me temo, la prioridad inicial del nuevo Gobierno debería ser la preparación de un programa de ajuste que genere confianza en los agentes y, particularmente, en los inversionistas nacionales y extranjeros. Apuntarle a corregir el déficit fiscal, el malgasto público y el alto endeudamiento del Gobierno Nacional es urgente. La reforma tributaria es, desde luego, parte de ese programa, aunque no para espantar los capitales. Tampoco se debería frenar la exploración de hidrocarburos. La junta del Banco de la República debe continuar haciendo su tarea, y el Gobierno, prepararse para la desaceleración del crecimiento económico.
Las lecciones de la historia señalan que, contra su voluntad y sus planes, los mandatarios enfrentan realidades que los obligan a cambiar sus estrategias. Le pasó al presidente López Michelsen, quien se posesionó con un mundo en recesión después del alza del precio internacional del petróleo en 1973. Le pasó al presidente Belisario Betancur, quien inauguró su mandato en el momento en que estallaba en América Latina la crisis de la deuda externa. Y le pasó al presidente Andrés Pastrana, quien comenzó su gobierno en medio de la crisis asiática y de la moratoria de la deuda rusa. En los tres casos, el desequilibrio económico era cuantioso y obligaba a adoptar acciones impopulares e, incluso, en los últimos dos, a acudir al Fondo Monetario Internacional.
Antes de su posesión, el presidente electo debería comprometerse con los principales elementos de ese programa de ajuste. En otras palabras, el margen inicial de maniobra para poner en marcha los planteamientos de campaña bajo los cuales fue elegido es muy limitado, por las situaciones que va a recibir y por las condiciones internacionales. Algo que ojalá entendieran los nuevos y locuaces funcionarios públicos.
CARLOS CABALLERO ARGÁEZ