La horrible tragedia provocada a causa de 25 años de chavismo en Venezuela perece estar acercándose a su fin. Pero esto no va a depender de lo que se diga o se deje de decir en ninguna cancillería de ningún país, sino del resultado de la confrontación en las calles entre el pueblo venezolano insurreccionado, y las fuerzas militares y policiales del régimen chavista.
Es tan grande y honda la ira popular contra el zarpazo cínico y descarado de las elecciones, que el pueblo venezolano está perdiendo el miedo a enfrentarse a las brutales fuerzas represivas de la dictadura. A su vez, la magnitud y la persistencia de las movilizaciones opositoras parece estar provocando deserciones al interior de las fuerzas armadas del régimen y resquebrajando su lealtad. La caída de la dictadura dependerá de que centenares de miles de venezolanos persistan en movilizarse en las calles durante el tiempo suficiente para paralizar el país, colapsar la economía y causar una división radical al interior de las fuerzas armadas entre quienes se pasan al lado del pueblo y los que deciden seguir sosteniendo la dictadura.
La gran familia venezolana reclama a gritos y entre lágrimas de rabia, su reunificación, que solamente se puede lograr con el regreso de la democracia y la caída de la dictadura.
Las elecciones han servido como catalizador del repudio popular contra el régimen corrupto y criminal de Maduro, pero sería una gran ingenuidad esperar que el dictador y su camarilla de bandidos fueran a entregar el poder como resultado de unas elecciones. Ninguna dictadura cae porque pierde unas elecciones. La historia universal demuestra que es el tiranicidio o el levantamiento popular lo que generalmente las tumba. En la propia Venezuela la dictadura de Pérez Jiménez cayó en 1958 como resultado de un levantamiento popular. Somoza en Nicaragua cayó por una insurrección popular. A Gadafi lo mataron escondido en una alcantarilla en medio de una revuelta popular. Batista cayó en Cuba producto de una insurgencia armada con apoyo popular. La pareja de los Ceausescu en Rumania fue derribada por el pueblo y fusilada como consecuencia. Rojas Pinilla en Colombia tuvo que terminar su dictablanda producto de un paro nacional. En República Dominicana la dictadura de Leonidas Trujillo sólo terminó cuando lo mataron. Y todos hacían elecciones. No esperemos, pues, que Ortega en Nicaragua, los Castro en Cuba, o Maduro en Venezuela se vayan solo porque perdieron unas elecciones. Pinochet es tal vez la solitaria excepción que confirma la regla general.
Tampoco hay que esperar que los comunicados diplomáticos o las sanciones económicas de la comunidad internacional vayan a definir la situación en Venezuela. La Cuba comunista ha durado ya 65 años con decenas y decenas de sanciones encima y centenares de comunicados en su contra. La teocracia iraní y la Rusia de Putin siguen orondas mientras les resbalan las críticas, los comunicados y las sanciones de occidente. Ortega y Maduro, igual.
Para bien y para mal, Estados Unidos ya no es el árbitro en las disputas internas por el poder en América Latina, ni en otros continentes. A pesar de ser la primera potencia militar y económica, Estados Unidos se ha vuelto irrelevante en nuestro vecindario. En el mundo ha perdido su capacidad de disuasión. Sus adversarios lo retan impunemente. Venezuela se burla en su cara. Su candorosa ingenuidad, rayana en la tontería, demostrada en los Acuerdos de Barbados, son una vergüenza: suspendió las sanciones y liberó a Saab, a cambio de nada, con la promesa vana de que Maduro haría elecciones libres en Venezuela. Agobiado por un fraccionamiento hostil a su interior, a Estados Unidos ni le interesa, ni tiene determinación para influir decisivamente en Venezuela.
El pueblo venezolano ha salido espontáneamente a las calles a tumbar la dictadura, sin que nadie lo convoque ni lo organice. Esa determinación espontánea es irable y heroica, pero tiene sus límites. Una vez realizada una campaña electoral triunfante, y una vez que se ha demostrado inapelablemente su victoria electoral, el papel de los dirigentes opositores en ponerse al frente de las movilizaciones populares para conducirlas con eficacia hacia el derribamiento de la dictadura. La “opción Guaidó”, de un gobierno simbólico en el exilio que reclama inútilmente su legitimidad, ya no vale como salida a la crisis, pues demostró ser inane, inoperante, y desmoralizadora. La hora de derribar la dictadura es ahora, cuando la gran familia venezolana reclama a gritos y entre lágrimas de rabia, su reunificación, que solamente se puede lograr con el regreso de la democracia y la caída de la dictadura.