El término ‘crisis’ deriva del verbo krinein, en griego. Su etimología combina dos acciones: separar y decidir. De ahí se edifica en la filosofía aristotélica la idea de que las crisis promueven cambios inevitables cuyos resultados dependen de las acciones adoptadas en atención a dichas circunstancias.
El escándalo de la Unidad para la Gestión del Riesgo, y la supuesta tramoya para configurar un entramado clientelista, es la mayor y más delicada crisis que enfrenta el Gobierno. Eso está claro, pero su mero reconocimiento no es suficiente. Queda aún por definir cuál será la respuesta para resolverla. Mucho del éxito o del fracaso de su proyecto queda embargado a la espera de los cambios que la sana lógica le exige tomar.
Siguiendo la máxima aristotélica, son dos los elementos para entender y manejar la actual crisis. Lo primero, calibrar el costo que deja el escándalo. Lo segundo, la solución para mitigar ese pasivo que puede terminar desangrando el ya diezmado capital político del Presidente.
El daño de este bochornoso capítulo no solo se mide con la salida de Sandra Ortiz y del poderoso Carlos Ramón González. Existen por lo menos tres frentes en donde se calculan mayores resonancias: en el Congreso, en la opinión pública y en la campaña del 26.
En el electorado se esfumará con cuentagotas la esperanza depositada en el primer gobierno de izquierda de Colombia. La factura en las urnas es aún incalculable.
Si bien en el Legislativo prima una lógica transaccional alejada de la razón pública, sería injusto negar que en ciertos sectores persiste todavía algún nivel de asepsia y de cálculo político prudencial. El escándalo no alejará a los congresistas que viven de los cupos para aceitar sus cuestionadas maquinarias y que parasitan en todos los gobiernos. Sin embargo, otros guardarán distancia de la istración. Ya sea por reproche ético o por el miedo que les genera su posible asociación con el Gobierno.
El Ejecutivo no solo verá afectadas sus mayorías y con ello la posibilidad de tramitar la ambiciosa agenda legislativa. Estará también obligado a defenderse de los ataques de la oposición. Los ministros tendrán que sortear múltiples debates de control político y mociones de censura que desde ya se anticipa proliferarán en la legislatura.
En el frente de la opinión pública son dos los pasivos que deja este episodio: por un lado, la pérdida de legitimidad y la creciente frustración frente a la incumplida promesa de “cambio”. Si algo demuestra el escándalo es que las prácticas políticas se han mantenido incólumes y se incuban sin distingo del espectro ideológico de la istración de turno.
Por el otro, se cae la narrativa del golpe blando o de los bloqueos institucionales. Esta crisis nació en el seno del propio Gobierno; no es un artilugio de la oposición, de los medios tradicionales o del “rancio establecimiento”. La raíz de la crisis está adentro. Es endógena.
Finalmente, en el frente electoral, el proyecto progresista irá perdiendo terreno en la medida en que la justicia siga destapando los espurios acuerdos entre altos funcionarios y congresistas. En el electorado se esfumará con cuentagotas la esperanza depositada en el primer gobierno de izquierda de Colombia. La factura en las urnas es aún incalculable.
En manos del Gobierno está darle sentido al krinein y reaccionar en el sentido aristotélico más puro. La crisis desde sus entrañas clama por un verdadero cambio. Un giro de 180 grados. Atrincherarse en discursos o pretender pasar de agache sería esposarse con la crisis y asegurar un inevitable fracaso.
Colombia debe abrirse a transformaciones para responder a la crisis. Está en la Constitución. El presidente como jefe del Estado y suprema autoridad istrativa puede liderar una acción de limpieza política. Si el concierto para delinquir no se enfrenta con otro concierto de signo opuesto, el cambio no trascenderá de ser más que un vacío eslogan de campaña.