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Deber moral

El deber moral de un artista está en su obra, y el caso de García Márquez es ejemplar.

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Lo cierto es que cuando García Márquez estaba buscando, ya rico y famoso, el lote para hacer su mansión en el centro de Cartagena, mandó en secreto a un delegado suyo que hiciera esa vuelta, consciente de que su identidad verdadera iba a desatar la codicia de los propietarios y los especuladores. Así se hizo ese operativo hasta que apareció el lugar ideal en el que Rogelio Salmona construiría la famosa casa ocre y amurallada.

Pero cuando empezó la negociación, el dueño del lote le dijo al enviado de García Márquez –la enviada, según parece– que él sabía para quién era todo y exigió la presencia del escritor. “Dígale al ‘premio’ que aquí lo espero”, fue su consigna perentoria. ¿Cómo se había enterado el tipo? Era imposible saberlo pero estaba muy claro que no iba a dar su brazo a torcer: si querían esa esquina, el Nobel tenía que ir por ella en persona.

Y lo hizo, aunque molesto y reticente, convencido de que le iban a cobrar el doble de lo que costaba ese chamizal. Pero cuando llegó, el dueño lo saludó orgulloso y feliz y le dijo que si lo quería, ese lote le costaba la mitad de su precio en el mercado. García Márquez aceptó encantado el trato, ni más faltaba, pero le pudo más su curiosidad de periodista y, después de agradecer en el alma, preguntó que por qué.

La respuesta es de una belleza enternecedora: el dueño le señaló al maestro una imprenta al fondo del lote y le dijo con imperturbable sinceridad: “Porque con esa máquina que usted ve allá yo eduqué a mis hijos pirateando sus libros, de alguna manera tenía que pagarle...”. Repito que no sé si esa historia sea cierta o no, pero es tan buena que merece serlo, y en ella pienso siempre que algún marujo le enrostra a García Márquez su egoísmo y su mezquindad.

Desde niño oí ese reproche absurdo y ruin: que García Márquez no le había dado acueducto a su pueblo, como si su deber fuera el de remplazar al Estado. Esa es quizás una de las peores tradiciones de Colombia, y no es poca cosa en este país que las tiene todas: la de exigirles a sus ídolos que además de ser lo que ya son, muchas veces contra viento y marea, a pesar de todo, también oficien como benefactores de la sociedad y monarcas dadivosos.

Obvio: esa es la maldición de un país carcomido por la corrupción y la incompetencia de sus gobernantes, el abandono del Estado, la obsesión menesterosa de estar esperando siempre que alguien regale algo. Y hay muchos casos de generosidad y munificencia, cómo no, todos dignos de aplauso y gratitud. Pero ese no es el deber moral de nuestros grandes creadores o deportistas, ese no es el territorio donde reside su grandeza.

Porque además el arte de los grandes artistas es ya, de suyo, un acto de generosidad sin límites, así lo inspiren motivos egoístas. Su obra es un legado que honra a la humanidad y la justifica, le da sentido, la hace menos abyecta y nociva y la consuela y le da felicidad, qué más regalo que ese. Si además vienen los colegios y las donaciones, las cajas de dientes para los viejitos, maravilla, pero ese no es el deber moral de ningún artista.

El deber moral de un artista está en su obra, y el caso de García Márquez es ejemplar porque si Colombia existe, óigase bien, es solo gracias a sus libros.

Como para que todos los días algún mediocre le recuerde que nunca hizo nada por su pueblo.

www.juanestebanconstain.com

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