En el libro Educación universal, los autores Juan Manuel Moreno y Lucas Gortazar afirman que “mientras que el nexo entre expansión de los sistemas educativos y crecimiento económico está demostrado en las investigaciones sobre el tema, no ocurre igual con la relación entre educación de las masas y avance hacia la democracia en las naciones contemporáneas”. Semejante afirmación es inquietante para quienes hemos trabajado por décadas buscando que el mundo que dejamos a las nuevas generaciones sea mejor que el que hemos vivido nosotros.
Hemos tenido la convicción de que la democracia se sostiene sobre pilares como la libertad de expresión, la deliberación informada, el respeto por los derechos humanos y la participación ciudadana, valores y prácticas que solo pueden ser ejercidos plenamente por ciudadanos capaces de pensar críticamente, evaluar información y discernir entre hechos y opiniones. En este contexto, la educación juega un rol esencial, al formar ciudadanos que no solo adquieran conocimientos, sino que también desarrollen competencias fundamentales para la vida democrática.
En un estudio realizado en 150 países desde 1980 hasta 2019 sobre el crecimiento económico, la reducción de la pobreza global y la igualdad, Amory Gethin muestra que democratizar la educación aparece como el factor más poderoso y la inversión más rentable para reducir la pobreza. No parecen tan optimistas los efectos de la expansión educativa sobre la cantidad y la calidad de las democracias en el mundo, si se tiene en cuenta que, según Freedom House, en los últimos 15 años el número de países en los que la democracia se deteriora crece de forma inexorable, mientras disminuyen los que muestran una democracia estable o en expansión.
Hay muchos factores que inciden en la preocupante fragilidad que muestran nuestras democracias pero, sin duda, una de ellas es la irrupción de las redes sociales y su capacidad de invadir de manera permanente el espacio personal y el estado mental de los ciudadanos con un cúmulo de falsedades que algunos han decidido llamar “verdades alternativas”. Desde luego, la fabricación de verdades convenientes para quienes detentan el poder no es nueva y se le puede seguir la pista hasta el Imperio romano, pero nunca había contado con tantas herramientas y con una capacidad de penetración como en la actualidad. Inteligencia artificial, redes sociales, bodegas de fanáticos contratadas para engañar y gobernantes con ambiciones mesiánicas y muy precarias convicciones éticas constituyen un coctel demoledor ante personas ingenuas y ávidas de confirmar que sus creencias son ciertas.
En la prueba Pisa 2018 se evaluó en qué medida los estudiantes pueden distinguir hechos de opiniones en textos complejos. Los resultados revelaron que solo 47 % de estudiantes en los países de la Ocde fueron capaces de identificar con claridad cuándo una afirmación era un hecho verificable y cuándo era una opinión o una afirmación subjetiva. Y para esa fecha no habían hecho su aparición las aplicaciones de IA que pueden tergiversar la realidad de forma más radical.
El panorama no es alentador. Sin embargo, sigue siendo válido pensar que la única defensa posible frente a los abusos de quienes detentan el poder y amenazan la democracia desde las ideologías más diversas es una población con un elevado nivel de pensamiento crítico unido a un respeto general sobre las reglas del juego democrático, que se convierten en el eje central de toda discusión, pues lo primero que intentan los inventores de verdades es cambiar las reglas que les molestan para imponer sus obsesiones y sus caprichos.
La primera gran trampa, en nuestro caso, es la permanente amenaza de recurrir al “pueblo” para eliminar la independencia de las ramas del poder, sin decir nunca qué entelequia es esa, quiénes hacen parte o quiénes son excluidos por el caudillo de ese “pueblo” inventado por él para vivir en su delirante metaverso.