Me cuesta creer que justo las personas que más nos deben inspirar nos digan que somos unos parias; un grupo de excluidos incapaces de hacer algo por nosotros mismos; que tenemos que envidiar a otros; que lo que tenemos no vale y que nada nos hará ser mejores. Pues no. No creo eso ni de mí misma ni de los colombianos en general.
Es cierto que tenemos problemas de desigualdad, que la equidad debería avanzar a pasos agigantados, y más en este gobierno; es cierto que todos deberíamos poder tener oportunidad de ser lo que queremos ser, libremente. Pero eso no implica que seamos unos parias de quinta categoría incapaces de levantarnos, nada más alejado de esa realidad.
He crecido en Colombia y he estado rodeada de personas valientes, trabajadoras y optimistas. Que ahora, a veces, se asoman al futuro con inseguridad y cuando las veo, en la calle, en los parques, en los locales comerciales, ahí están luchándola. Una cosa es lo que se nos dice, y otra cosa es lo que somos.
A esta reflexión me lleva don Óscar, un señor que vende buñuelos con su esposa, Liliana, en un semáforo. Hace unas semanas pasé por allí y los acompañaba un muchacho, un joven con una pequeña canasta que se acercaba a los carros con los buñuelos: “Siete buñuelitos por 2.000”, anunciaba. Los vidrios se abrían y salía el billete de $ 2.000 mientras introducía en el carro, a través de la ventana medio abierta, una pequeña bolsa de papel con los buñuelitos. Recibía el dinero y luego decía “gracias”, con una sonrisa.
¿Qué si le compré alguna vez? Claro. Un día paré, bajé el vidrio, llamé al joven y le pedí dos bolsitas, cuando vio que le pagaba con $ 5.000 me dijo, “le dejo las tres bolsitas por 5.000”, a lo que dije, “hágale, gracias”. El joven había vaciado la canasta con mi compra y ahora corría a donde don Óscar, quien estaba con una mesita, una sombrilla, una freidora, usaba guantes, vestido de blanco impecable y hacía bolitas de masa a toda velocidad para ponerlas en el aceite, mientras Liliana preparaba la masa.
No escuchen las palabras de quienes, aun presentándose como nuestros líderes, amigos o salvadores, pareciera que su mayor esfuerzo es desmoralizarnos
Volví meses después y don Óscar seguía con su carrito, el joven de siempre y dos personas más que corrían entre los carros cargando buñuelos calientes. El tráfico me ubicó al frente del carrito de buñuelos y en voz alta dije: “¡Por favor, tres bolsitas de buñuelos!”. Sonrió y me miró al tiempo que le hacía señas a Liliana para que se acercara porque no podía traerlos él mismo. “Es que debo mantener las manos limpias para los buñuelos”.
Le pagué a Liliana y le dije: “Lindo carrito, me alegra, veo que ahora tiene más muchachos ayudando”. “Sí, señora –asintió ella–; ellos no encuentran trabajo y no tienen con qué comer, así que les damos la oportunidad”. Se llenó de orgullo mientras batía la mano en el aire en un gesto de proyección de futuro: “Nuestro carrito no es muy grande, pero seguro en un tiempo podremos comprar uno mejor o hasta montar un local, quién sabe”.
Así que, por favor, no escuchen las palabras de quienes, aun presentándose como nuestros líderes, amigos o salvadores, pareciera que su mayor esfuerzo es desmoralizarnos y hacernos sentir débiles, es una estrategia de manipulación, como la que ejercen, por ejemplo, las personas maltratadoras con sus parejas maltratadas para someterlas. Que no jueguen con nuestras emociones y con nuestra mente. Tenemos mucho que mejorar, es cierto, pero no lo vamos a lograr quejándonos sino haciendo. Este es un llamado a mantener la acción, a recordar que, como dice el adagio popular, “del dicho al hecho hay mucho trecho”, por lo que es mejor no confiar en promesas que no pueden cumplirse y más bien ponernos en acción para construir con persistencia por nuestras familias, nuestros amigos, nuestra comunidad y por nosotros mismos el futuro en este presente, estoy segura de que tenemos con qué y que somos capaces.