No es noticia que el país atraviesa una compleja coyuntura en la que la masiva desconfianza hacia varias de las más significativas instituciones democráticas (incluyendo la Presidencia, el Congreso y los entes de control, entre otros) puede poner en peligro la misma estabilidad de nuestro establecimiento. El pesimismo generalizado, el concepto de que todo está mal y que todos los estamentos oficiales son corruptos o ineptos es una descripción injusta e imprecisa de la realidad. Más grave aún, el sentimiento de desesperanza que de allí se deriva puede constituirse en caldo de cultivo para el caudillismo y populismo irresponsable que llevó por tan equivocada senda a los hermanos venezolanos.
El crecimiento y consolidación de la clase media a nivel nacional ha venido acompañado del desafío de nuevas exigencias y legítimas ambiciones de mayor bienestar por un creciente número de colombianos. Esto sumado a las muchas brechas que aún enfrentamos y a la facilidad de difundir nuestro inconformismo por medios digitales permite conformar un poderoso coctel de resentimiento colectivo que se fomenta y alimenta por sí solo.
Es cierto que hay mucho por mejorar y que nuestra sociedad tiene colosales deudas históricas con diversos sectores, incluyendo aquellos que actualmente adelantan procesos de protesta social. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD), el país no ha logrado avanzar de forma efectiva en sus metas de reducción de desigualdad, disminución de informalidad y aumento de productividad. Se mantienen las brechas de género y las limitaciones para lograr movilidad social, así como la carencia de oferta de empleo de calidad en las regiones alejadas de los principales polos de desarrollo. Según estadísticas oficiales, la actividad industrial y las ventas del comercio decrecen, generando el riesgo de círculos viciosos que afecten los indicadores de empleabilidad y justicia social. Mientras varios países industrializados se dedican a la recuperación de sus reservas naturales, en Colombia se mantiene la actividad (a tasas cada vez mayores) de destrucción de cobertura forestal.
Pero también es cierto que somos una raza con grandes niveles de resiliencia y adaptabilidad, así como con enormes deseos de superación y un espíritu de excelsa alegría. El mundo nos reconoce como seres trabajadores y creativos que al mismo tiempo podemos ser empáticos y solidarios. Los colombianos somos seres excepcionales, y la principal prueba de ello es que después de 200 años de guerra, violencia e inequidad seguimos creyendo en la democracia participativa y continuamos aspirando a ejercer un papel protagónico en la economía, el deporte y la cultura universal. En los últimos 40 años, el avance en los indicadores sociales del país no puede catalogarse de menos que espectacular. Entre muchos otros logros, en este espacio de tiempo, el producto interno bruto per cápita se multiplicó por 14, mientras que la participación de la mujer en el mercado laboral creció 35 puntos. La esperanza de vida aumentó en cerca de 15 años y la tasa de mortalidad infantil se disminuyó en un 80 por ciento.
Sin olvidar ni pretender ignorar los problemas que enfrentamos, siempre nos será posible escoger concentrarnos en lo constructivo y positivo. Podemos dedicarnos a la crítica alevosa en redes y eventos sociales, regocijándonos en nuestras propias mezquindades e inseguridades, pero también contamos con la alternativa de que cada uno de nosotros sea parte instrumental de la fuerza del progreso de la sociedad de la que formamos parte. Dejemos tanta indignación inútil y, más bien, acojamos la invitación hecha por M. Ghandi: convirtámonos en el cambio que deseamos ver en el mundo.
EDUARDO BEHRENTZ