Según el inventario oficial de emisiones de gases de efecto invernadero (que reportan el Ideam y el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible), el sector agropecuario colombiano es responsable del 60 % de las emisiones nacionales de dióxido de carbono y otros gases similares. Esto es cerca de cinco veces más que el aporte del sector transporte, cuya contribución es consecuencia directa del uso de combustibles fósiles.
El elevado impacto de la agroindustria es conocido y similar al observado en muchos otros países. Este se deriva, entre otros, del uso de fertilizantes, las técnicas de cultivo que implican la inundación del suelo y el efecto de la fermentación entérica (emisiones de metano) en el ganado bovino y caprino.
No obstante esta realidad científica, muchos pensaríamos que no es conveniente prohibir la agricultura o la ganadería, sino más bien hacer esfuerzos para entender correctamente el origen de su huella ambiental, para así poder mitigarla, y también para adoptar las transiciones pertinentes en los casos más críticos.
Esto es precisamente lo que debemos hacer para el sector de hidrocarburos, en lugar de transitar el absurdo de autocensurarnos en nuestro derecho y necesidad fiscal de aprovechar los recursos naturales.
Si en lugar de una transición energética de mediano plazo Colombia detiene abruptamente su explotación petrolera, el único resultado cierto será un menor presupuesto público para la inversión social.
De esta manera, siendo correcta la pretensión del Gobierno Nacional de descarbonizar la economía y romper el vínculo entre progreso industrial y emisiones de gases causantes del cambio climático, el problema que enfrentamos es la estrategia para hacerlo realidad.
Adicionalmente, es claro que la mayoría de gremios, sectores económicos y actores políticos en Colombia ya están dispuestos a comprometerse con acciones para lograr una economía sostenible y menos dependiente de recursos no renovables.
A ello se suma que no son nuevos los llamados para que el mundo utilice menos combustibles fósiles, para así disminuir la huella ambiental de la actividad humana. Por el contrario, desde el año 2015, en el seno de las Naciones Unidas y como consecuencia de un acuerdo en el que participaron más de 190 países, se formularon los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
En particular, el objetivo número 7 de los ODS pretende “garantizar el a una energía asequible, segura, sostenible y moderna”. Más aún, se han establecido metas para el 2030, como “aumentar considerablemente la proporción de energía renovable en el conjunto de fuentes energéticas”.
Si en lugar de una transición energética de mediano plazo (algo que se mida en lustros y no en meses), Colombia detiene abruptamente su explotación petrolera, el único resultado cierto será un menor presupuesto público para la inversión social. Esto se agrava si se considera la compleja condición geopolítica de depender energéticamente de algún país vecino, al que de todas formas tendremos que comprarle (seguramente a mayor precio) los combustibles que dejemos de producir.
Si hay duda de lo que significa depender de otros para alimentar la canasta energética nacional, podemos dar un vistazo al enredo que enfrentan varios países europeos para sobrevivir el invierno que se avecina. Esto dada la negativa desde Rusia de proveerles gas natural como represalia por su apoyo a Ucrania.
Ya sea que nos guste o no, en décadas por venir, nuestra economía (y la del resto del mundo) seguirá dependiendo de los derivados del petróleo, mientras que el calentamiento global continuará incólume a cualquier esfuerzo aislado que hagamos los colombianos, dado nuestro diminuto aporte (mucho menos del 1 %) a dicho fenómeno planetario.
Es un sinsentido pretender convertirnos en el único país petrolero que se niega a usufructuar su riqueza. Recorrer este camino no nos hará líderes mundiales de una bonita causa, sino mártires de la estrategia equivocada.
EDUARDO BEHRENTZ