Nunca le pregunté la edad porque yo también creo en la memez de que esa pregunta no se le hace a una mujer. Además, nunca me interesó saber cuántos años tenía. Debíamos ser muy contemporáneos porque en mi infancia yo solía visitar su casa, muy cerca de la mía, en Envigado, como un amigo. Una casa pequeña donde había un radio de baquelita en una repisa. Su madre se cepillaba los dientes con muchos alardes de espuma de dentífrico. Los tenía bonitos.
La vida le fue difícil desde el comienzo. Huérfana de padre tempranamente, debió crecer pronto para trabajar. A pesar de los dientes bonitos, su madre no volvió a casarse. Por cosas de la vida, o porque entonces casi no se usaba en las familias católicas que las viudas volvieran a contraer matrimonio. Yo me fui de Envigado. Y dejé de verla casi del todo. Solo de lustro en lustro nos encontrábamos. Con todo respeto: bonita no era, aunque tenía los dientes de la mamá. Pero la adornaba una cualidad que supera la belleza física en valor, una cualidad manifestada en el modo como te recibía: saludaba con una generosidad de cielo abierto, desplegando la flor de una sonrisa ancha, clara y significativa.
Como en todas las envigadeñas, el tono de voz era un tris alto sin ser estridente. Y a uno le sonaban sus bienvenidas como si lo estuvieran recibiendo con repiques de campanas. Y lo mejor es que uno sentía como si lo mereciera. Todo el mundo se sentía cómodo a su lado. Como en un buen lugar donde eran imposibles la desconfianza y el miedo.
Nunca tuvo novio que yo sepa. Aunque sospecho que cultivó un romance discreto. El novio platónico le regaló los originales de un autor antioqueño muy famoso. Unos cuentos firmados. Y ella me los regaló después a mí, porque en su generosidad irreprochable debió recordar que yo soy el único escritor entre los descendientes de Daniel el Hachero. Yo se los vendí más tarde al director de ‘El Malpensante’ en una crisis económica, mía, no de Andrés. Lo hice sin pena porque no cultivo el fetichismo de los autógrafos, aunque experimenté el turbio sentimiento de cometer una bajeza al desprenderme de un obsequio que era también un gesto de reconocimiento. Me sentí un simoníaco. Pero el yantar mandaba.
Entiendo que cruzó un tramo de amarguras alcohólicas, que superó el apego a los frascos y se reconcilió con su soledad. Eso no importa ahora. Una vez que estuve enfermo me visitó y me llevó un ramillete de silencios, consolador. Entre mis innumerables parientes fue el único que me llamó invariablemente en mis cumpleaños. Sin que yo le hiciera nunca una gracia. Muy temprano me llamaba cada año con igual cariño. Hace un par de semanas lo hizo. Me contó sus problemas con una mama. Y que un enemigo tal vez mortal había colonizado sus huesos. Los dolores son espantosos. Pero ahí vamos, dijo, como quien narra una acampada con lluvia, nada más, y espera que amaine el aguacero.
Había fortaleza en sus palabras. Pensé que no debía de ser grave y me alegré. Pero al otro día, dicen que se fue quedando, quedando, cerró los ojos azules divergentes, y repitió: gracias, gracias, gracias, antes de apagarse. A pesar de las orfandades, la precariedad de la niñez, los trabajos para sobrevivir y la soledad de mujer, en las postrimerías juzgó su vida como un regalo. Qué privilegio. O quizás le estaban abriendo al otro lado la puerta de a un jardín, y agradecía en el umbral.
Una mujer sin importancia colectiva. Y singular. Yo la nombro en la creencia de que la calidez del afecto que saben expresar algunas personas agraciadas con el don de la magnanimidad evoca el día remoto en el tiempo profundo cuando el primero que logró un fuego propio compartió sus brasas con uno que pasaba. Y su recuerdo es adecuado para empezar el año al derecho. Para los curiosos diré que se llamaba María.
EDUARDO ESCOBAR