Los escritores a grandes rasgos se dividen entre los magnánimos que bendicen la vida, pocos por norma, y los cascarrabias, que abundan como los grillos en los prados, cuya vanidad es afilar las piedras de tropiezo, trenzar tristezas y enjugar lágrimas. Aquellos en ocasiones caen en los vicios del boquirrubio que vomita claveles y empalaga tantas veces con sus asentimientos sentimentales. Mientras estos se complacen en levantar las tapas de los sarcófagos para soltar las agrias mariposas de la desgracia, y escarban en el diccionario las palabras más odiosas del idioma, que escupen sobre un interlocutor desamparado, hasta dejarlo lleno de miedo y desesperanza.
Nietzsche dijo que cuando nos detenemos a contemplarlo acabamos por descubrir que el abismo también nos mira. Algunos confunden la crítica social con el acoso y la tirria por los altos heliotropos. Y muchas veces solo proyectan el odio de sí mismos sobre una figura de poder. Otros confunden las alabanzas con las melcochas de la nueva era, con la adulación abusiva del orden establecido, como esos rosales de invernadero, hostigantes de puro profusos. Todos son imprescindibles en el ecosistema de las superestructuras, supongo, como las laboriosas lombrices de las descomposiciones del basurero en fuga del sol que las mata, y los pavos reales que en las rutinas del orgullo apenas saben que cuando abren la cola muestran el culo, al decir del poeta cubano. Fuera del resentimiento y la gratitud existe también el recurso de la indiferencia. Pero es don exclusivo de los raros sabios que fueron capaces de conquistarla. Solo se consigue la impasibilidad después de un arduo trabajo.
Hay una lógica de la amargura que vive entre vasos medio vacíos, tan válida como la de la gratitud por las cerezas. Pero no es frecuente que encuentren para expresarse alientos poderosos como el de Schopenhauer, apasionados como Nietzsche, adustos como Cioran que hizo del tedio un lujo estilístico, o tan comprensivos como Whitman o como el nicaragüense Salomón de la Selva, que invitó a cantar a los leprosos.
Hace días un escritor, oficiante del resentimiento, que convirtió la indignación en oficio hizo un elogio de las barricadas que me asombró en un hombre de libros. La experiencia enseñó hace marras que las barricadas jamás sirvieron para nada, que todos los motines acaban en fracaso, que casi siempre los pueblos revolucionados salen de Guatemala para Guatepior, que las estampidas del nihilismo decimonónico que se prolongaron hasta el siglo XX carecen de sentido, y pueden reducirse ahora cuando se enfrían las cenizas que dejaron a una serie de anécdotas pintorescas en los libros de historia, y una galería de muertos fotogénicos. La noción de revolución ha debido pasar hace años al desván de las supersticiones como la guillotina que destroncó las últimas cabezas del orden feudal, inservibles en las primeras ciudades alumbradas con gas que cantó Baudelaire a su modo macabro. Y que Marx no fue capaz de comprender del todo impedido por la moralina talmúdica. Bernard Mandeville quiso probar que los vicios privados hacen la prosperidad pública, y hoy diría que las actuales sediciones contribuyen a su pesar al desarrollo del capitalismo que odian financiando las multinacionales de la salud, a los presidiarios, los abogados de las aseguradoras, los funerarios y los vidrieros. La noción de revolución como motor del progreso social es un paradigma indigno de un intelectual moderno. Hace rato pasó la hora de celebrar las masacres.
Estos días, a propósito de los patéticos motines colombianos de temporada me acordé de Truffaut, el director francés de cine. Truffaut cavilaba en las barricadas de Mayo del 68 en París si debía ponerse de parte del proletariado encarnado en el policía que por un magro salario estaba obligado a aguantar improperios y ladrillazos. O de los estudiantes, pequeñoburgueses parasitarios, alimentados por sus padres. Hay mucha hipocresía en la defensa del derecho a la rabia de los manifestantes. Como si la rabia del pobre policía no contara.
Eduardo Escobar