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Pensábamos que hacíamos historia cuando a lo sumo éramos dignos de la crónica roja.

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Quien no es comunista a los veinte años no tiene corazón, pero el que sigue siéndolo a los cincuenta carece de cerebro. La frase se le atribuye a Churchill, a un presidente norteamericano y a Alberto Lleras. Lo que amerita su inclusión en la enciclopedia de Perogrullo. Que no tiene pero, con pero y todo. Hay otra, que acabo de leer en Sartre pero que con variaciones he oído que les endilgan a Gandhi y a John F. Kennedy: la que dice que cuando los mejores callan el silencio lo llena la charla de los imbéciles.
Yo fui entre los nadaístas el más inclinado a fantasear con el embeleco de la revolución porque soy el más joven. Y fui el único que quiso amalgamar el vacío espiritual del cocacolo con la racionalidad hegeliana del marxismo. Lo cual me llevó a dedicar a los guerrilleros versos entusiastas, a escribir insultos contra las panzas de los ricos, diatribas contra el establecimiento y parodias de los poemas de Mao. Con unas pocas ideas y muchas confusiones redacté montones de manifiestos solitarios publicados al mimeógrafo, que yo mismo repartía por las calles y a veces reproducían los periódicos. Soberbios galimatías en ocasiones, porque el odio al capitalismo incluyó el desprecio de la preceptiva, y la lucha por el despropósito perfecto que erosionara la lógica engañosa del orden.
Yo hice leer a Gonzalo Arango los Manuscritos del 44, del joven Marx, para rescatarlo del jipismo anglicano de su novia que hallaba aburrido a Shakespeare y suspiraba con Jesucristo superestrella. Por el espíritu evangélico aprendido en el seminario de la niñez, devoré los textos de los refundadores del espejismo arcaico de la comunidad de los bienes. A más de los de Marx los de Kropotkin, Lenin, Fourier, Trotski y Gramsci, para adoctrinar a mis amigos. Y tanto me sedujo la fantasía que me puse a estudiar ruso pensando que era la lengua del futuro porque el mundo sería comunista o no sería, pues el capitalismo estaba condenado por la acumulación anal, que fue la forma que adoptó el pecado original en la teoría.
Además, se puso de moda una rara síntesis de Freud y Marx cultivada por intrincados pensadores alemanes y por los sicoanalistas argentinos. Mi profesor de ruso era un adorable paciente del síndrome de Korsakov, peligroso como un tifón cuando se bebía. Campeón de lucha olímpica, tenía nombre de filósofo griego. Y un día dio en convencernos a sus alumnos de que debíamos defender la patria de los gringos y de las oligarquías nacionales. Gonzalo Arango escribió que si los nadaístas queríamos cambiar el mundo, primero debíamos terminar el bachillerato. Hice caso omiso. Y acabé llevando una boina y una mochila con tacos de dinamita envueltos en una cobija militar y el manual de guerrillas del Che que completaba la impedimenta, convertido en miembro de número de una horda entregada a hacer daño a gentes que no conocíamos, para financiar la revuelta.
Guardo una imagen de mi profesor de ruso persiguiendo policías por Barranquilla con un garrote de troglodita de papel prensado para despojarlos del revólver de dotación. Pensábamos que hacíamos historia cuando a lo sumo éramos dignos de la crónica roja. La guerra revolucionaria paró en zafarrancho mafioso para unos, y se enriquecieron en eso.
Después el profesor fue puesto preso por el secuestro de un taxista. Volví a saber de él cuando asaltó la embajada norteamericana y se ganó una paliza de padre y señor mío. La noticia apareció en los vespertinos. Alguien dijo que lo mataron cuando atracaba un banco en Medellín. No sé. A mí me enseñó a decir en ruso muchas gracias, buenos días, y “slobo”. Insuficiente para leer a Maiakovski, único afecto que me queda de mi participación en la pandilla de pichones de bolchevique y en el llamado conflicto colombiano. Del sarampión me curó el amor. Me casé. Y me puse a trabajar, que es lo mejor que se puede hacer por la vida. No sé si los términos me permitan ser oído en la JEP. Para enmendar mi mentira yo también.
Eduardo Escobar

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