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Honor y vergüenza

El asalto de Putin a Ucrania reedita los abusos del comunismo ruso en el siglo XX.

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Un fantasma recorre Europa. El fantasma del comunismo. Con ese anuncio de baratillo abre el Manifiesto comunista publicado en Londres. Era 1848. Sin embargo, debieron pasar muchos años para que el fantasma cuyo proyecto esbozaba el folleto cuajara en Rusia, en 1917, en un Estado mafioso formado por una pandilla de bergantes, muchos de ellos sobrados de genio. El genio suele ser peligroso cuando se deja tentar por el espíritu mesiánico.
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Lenin y Trotski, artífices principales del fantasioso experimento, se distinguieron en la banda homicida por su inteligencia, y una vasta cultura que abarcaba todo el saber humano, la industria, el arte, la literatura, la ciencia. Eso no les impidió ser brutales y crueles, barbarizados por los influjos de los inviernos esteparios y por el o con tártaros y cosacos desde la niñez. Y a partir del colosal armazón burocrático del antiguo régimen, sumieron al imperio de los zares en una espantosa esterilidad. La mal llamada república de los sóviets no inventó los crímenes del poder, ni más faltaba, pero sofisticó el miedo, sembró la desconfianza en la sociedad apelando al bien común e hizo de la historia rusa moderna uno de los episodios más deprimentes en los anales de la especie humana, secando de paso el espíritu de una nación de poetas. Un espeluznante aparato policiaco invadió la vida privada, convirtió en un crimen el pensamiento libre (no hay otro) y anuló al individuo con una saña que el mundo no conoció ni siquiera en la Inquisición. Las noticias sobre el pavor bolchevique forman una biblioteca inabarcable de atrocidades que aún no agota el anecdotario de los pavores que implantaron los hombres de Lenin en su interpretación arbitraria del marxismo, cuya peste alcanzó los cinco continentes por medio de una propaganda falaz de vendedores de milagrerías, cuyos padecimientos alargó la tiranía de José Stalin, un exseminarista paranoico cuyo personaje favorito fue Iván el Terrible y que entretenía sus insomnios pánicos viendo películas norteamericanas de vaqueros.
La mal llamada república de los sóviets no inventó los crímenes del poder, ni más faltaba, pero sofisticó el miedo, sembró la desconfianza en la sociedad apelando al bien común.
El asalto de Putin a Ucrania reedita los abusos del comunismo ruso en Hungría, Polonia y Checoeslovaquia en el siglo XX, agravados por el exterminio. El camino del infierno está pavimentado de buenas intenciones. El proyecto social de Marx, ese inclemente parásito de sus amigos a quien la inopia crónica llevó a investigar rencorosamente en los intríngulis de las leyes de la economía, en el por qué y cómo se mueve la plata entre los bolsillos de la gente, objetivado en Rusia recreó el infierno en la Tierra so pretexto de la justicia social.
Putin es el último fruto del árbol de la intriga utópica. Engendrado en las entrañas de la KGB, es el heredero bastardo de otros sádicos cuyos nombres avergüenzan a la humanidad, Djerzhinski, Yagoda, y Beria, y de los déspotas asiáticos que hostigaron la civilización cristiana desde los hunos, y a lo largo del siglo XX en el papel de fiscales de Dios. Aunque eran ateos militantes, como el demonio del mito mientras multiplicaban las cárceles y los campos de concentración y refinaban las artes de la tortura, señalaban los pecados del capitalismo, celosos como los viejos clérigos, con el tridente de una dialéctica demencial.
Pero la humanidad a pesar de las bajezas de la política sigue bregando por trascender la bestia hirsuta del comienzo por el trabajo solidario. Mientras Putin pulveriza Ucrania y los líderes occidentales le pelan los dientes, en la Estación Espacial Internacional preparan la vuelta de un astronauta norteamericano a su hogar, al cabo de un año de girar en el vacío interestelar. Lo ayuda un equipo de rusos de buena voluntad, que lo quieren. Uno afirmó al abrazarlo para despedirse: aquí al espacio no llega la guerra. En un gesto de confianza en aquellos que insisten en ensanchar la conciencia de la realidad más allá de las ideologías atomizadoras de la mala filosofía. Un poeta de Envigado creía que somos dioses. Dioses cagados, pero dioses, dijo. Y se definió como uno que defecaba mirando al cielo.
EDUARDO ESCOBAR

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