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Los ciclos perniciosos

Franco concluye que para salvar el porvenir es preciso diagnosticar las causas del conflicto.

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Estos días vagando por el laberinto de libros en que convertí mi casa, caí en los anaqueles, tan poco visitados por otra parte, dedicados a la historia política del siglo XX colombiano. Volví a ojear la historia de las guerrillas llaneras de Eduardo Franco, el libro de Beccassino sobre el M-19 como expresión del heavy metal, un reportaje de Patricia Lara, y un par de cosas de Eduardo Pizarro sobre la última paz pactada en La Habana con la guerrilla comunista.
El libro de Franco, desmañado en apariencia, hace una crónica inteligente y apasionada, y llena de una desesperanza oculta desde el principio, que me volvió a recordar Veredas, la novela de Guimarães Rosa, el médico brasileño, políglota, folclorista y diplomático de su país en Colombia, que formó parte de la representación brasilera en la Conferencia Panamericana el espantoso 9 de abril de 1948. Según le contó después a un amigo, él se dedicó a la relectura de Proust en la casa del embajador, mientras Bogotá ardía en su borrachera infeliz y había muertos por todas partes. Guimarães escribía a veces como un hermético. La crítica lo sitúa en el modernismo. De Colombia le quedó un cuento sobre el soroche de los páramos. Pero su nombre es recordado sobre todo por el monstruoso poema en prosa que es la novela sobre Riobaldo, y ese Diadorín que sufre una transfiguración sexual al final del relato de una guerra infinita donde enredaba el diablo.
Los gestos de paz de ahora se parecen mucho a un espectáculo de la insinceridad televisado, fotochopizado. Las promesas de no repetición ya son viejas para nosotros.
Las guerrillas de Franco fueron un vagar parecido en un escenario más modesto que el sertão, supongo, detrás de las promesas metafísicas del liberalismo, y de las armas y bastimentos que anunciaban los dirigentes del partido en Bogotá, mientras hacían las maletas del exilio. Llagados de esperanzas frustradas, los jinetes van de un lado a otro, tentando la muerte. Y todo acaba, después de los joropos, en la mascarada de un tratado de paz en una dictadura de derecha que prohijaría más tarde un movimiento confuso de adolescentes, pacientes del sarampión del extremoizquierdismo, porque así pasan a veces las cosas en los trópicos por efectos aún incomprendidos de la mímesis o, según pensaba Humboldt, a causa de las trampas de una luz demasiado cruda.
Los gestos de paz de ahora se parecen mucho a un espectáculo de la insinceridad televisado, fotochopizado. Las promesas de no repetición ya son viejas para nosotros. La guerrilla de cocacolos inclementes del M que comparaban la revolución con un sancocho y guardaban los botines de sus canalladas entre las cosas de los hijos de sus novias reeditó la andanza inútil de Franco con otras retóricas. Y es inevitable recordar que los pactos de La Habana fueron refrendados en el Teatro Colón, donde una noche, según los cronistas, cuando aún se llamaba Coliseo Ramírez, hubo que aplazar el fusilamiento de Policarpa Salavarrieta ante los reclamos del público de la primera línea que amenazaba destruir el teatro.
Un amigo me dijo antier no más que estaba deprimido. Porque había estado leyendo la historia de Colombia. Nos hemos estado matando desde el principio. Me dijo, compungido. Y yo traté de consolarlo con la ilusión de lo único que sé seguro. Que a pesar de todo debemos agradecer que no nos tocara vivir bajo Diocleciano, o bajo el imperio atroz de Moctezuma o la tiranía ilustrada de Almanzor.
Franco concluye que para salvar el porvenir es preciso diagnosticar las causas del conflicto. Así se propuso en la paz del M. Y hoy se propone lo mismo en la JEP. Pero las causas del conflicto somos los colombianos, la mala educación que recibimos. Es como si después de cada canallada la gente necesitara escarbarse las heridas. Pero la multitud de las palabras nunca nos impidió arrastrar al futuro las ojerizas de costumbre. Las palabras revelan el mundo. Y también lo embroman cuando no brotan del juicio del tribunal del corazón, y son reducidas a una interesada representación social.
Y usted, ¿ya se vacunó?
EDUARDO ESCOBAR

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