La muerte de Gorbachov en Moscú a los 91 años de edad pasó casi desapercibida en medio de la guerra de Ucrania, la crisis económica mundial y las escaramuzas en el mar de China. Sin los funerales de Estado que ameritaba, parecía muy solo en la Casa de los Sindicatos en su cofre, aunque fue una de las personalidades más relevantes en la historia reciente del mundo. Gorbachov tuvo el valor de romper el hechizo canalla de la revolución proletaria que fue en el siglo XX un fantasma cuya sombra aulladora se proyectó por todas partes, para convertirse al fin en un mito nefasto y en una colosal confusión filosófica. Su mérito fue atreverse a desmontar el imperio de plomo de los sóviets mantenido por el terror.
La historia de Rusia está llena de personajes pánicos como Iván el Terrible, a quien Stalin consagró como el emblemático fundador de la nacionalidad, y atractivos en su trivialidad como Pedro el Grande, que intentó acercarse a la cultura europea, y como Catalina, cuya corte atrajo la atención de Voltaire y Diderot, y de Francisco Miranda, precursor de la guerra americana contra España. Miranda andaba reclutando a los jesuitas expulsados de América. Y para alistarlos en su expedición antimperialista había ido a buscar a los acogidos en los salones de los Romanov. Pero Rusia jamás consiguió ser europea a pesar de los esfuerzos de sus aristocracias ilustradas, incapaz de librarse de los lastres de la servidumbre y el absolutismo bárbaro, del carácter estepario, mezcla de devoción ortodoxa, superstición chamánica y crueldad.
La gran nación consiguió a pesar de todo crearse un alma irable y compleja que fructificó en la rica cultura rusa prerrevolucionaria, la gran novela, la poesía, la pintura, el cine, el teatro y la música, que habrían de influir decisivamente en la aparición de las vanguardias occidentales, enriqueciendo la vida moderna a través de Molosov, Stravinski, Malevich, Kandinski, Eisenstein y Stanislavski, entre miles. Pero la sensibilidad fue esterilizada por el dogmatismo de las burocracias revolucionarias. Y los artistas que no escaparon del espeluznante experimento social de Lenin sucumbieron en los campos de concentración como Mandelstam, o se decidieron por el suicidio como Maiacovski, Esenin y la Svetáieva, o por el silencio como Bulgakov y Plátonov.
A pesar de las buenas intenciones Gorbachov, un hombre decente, tampoco pudo salvar de sí misma a la nación más grande del mundo, y repitió el fracaso de Pedro y Catalina.
El pelirrojo Lenin sentó las bases del Estado más ominoso que conoció la historia, calco del purgatorio católico que redondeó en infierno el exseminarista José Stalin. A quien sucedió un montón de ancianos espectrales con el carácter anquilosado en la obsecuencia, a veces con cierto encanto desabrochado como Kruschev, una gerontocracia desteñida en la cual brilló providencialmente al final del siglo Gorbachov, para desmontar el espantoso aparato, conmovido por lo que encontró en los archivos de la policía del Kremlin, a los que tuvo por privilegio de poder. Por el mismo motivo por el cual Stalin fue llamado padrecito como el asesinado zar Nicolás, Gorbachov no pudo liberalizar a Rusia ni modernizarla, integrándola como le corresponde a la corriente de la humanidad europea. Mal ajedrecista en un país que los producía a destajo, después de una apertura magistral jugó unos pésimos finales. Y al fin quedó con el poder en hilachas un borracho crónico que a cambio de un indulto por sus bellaquerías, dice la pequeña historia, transfirió el poder a un antiguo camarada extraído de los escabrosos servicios de la inteligencia bolchevique. El mismo que hoy tiene en ascuas el planeta valido de la política de tierra arrasada, la manipulación de la información y el chantaje económico. A pesar de las buenas intenciones Gorbachov, un hombre decente, tampoco pudo salvar de sí misma a la nación más grande del mundo, y repitió el fracaso de Pedro y Catalina. Un moscovita dijo ante su despojo: nos dio la libertad. Y no fuimos capaces de mantenerla. Mientras él yacía desesperanzado en volver a ver a su Raisa, que se le había adelantado, la esposa bella y discreta, especialista en Shakespeare, la mujer que según él mismo reconoció inspiró su noción de la transparencia política.
EDUARDO ESCOBAR