El antisemita encarna una forma vergonzosa de lo irracional que los nazis convirtieron en justificación, negando a los judíos incluso su humanidad. Tengo amigos judíos a quienes quiero y iro. Y también conocí descendientes de Abraham francamente impresentables. Los hombres no se pueden considerar en haces, etiquetados por su raza o religión. Las personas existen de una en una, peculiarmente. Lo otro es la masa. Un anciano norteamericano apuñaló hace días a un niño y a su madre porque eran musulmanes. Son los espantos de la estulticia.
El infierno desatado en Tierra Santa, el zafarrancho que cubre el territorio donde nació el rabí del evangelio del amor y la segunda mejilla, y la ciudad donde fue crucificado entre dos ladrones, exige el esfuerzo de entender lo que pasa para, por lo menos, mitigar el malestar, ya que nada podemos cambiar. Los que fuimos educados en el catolicismo guardamos un inmenso respeto por esas tierras que corrieron los profetas del testamento antiguo y los herejes del nuevo, enfrentados al fariseísmo que impone a los demás cargas que no lleva.
La propaganda sionista al instrumentalizar la Shoá como fundamento de una política hace una manipulación innoble del horror, para comprar su derecho al poder con la promesa de un destino y una seguridad ilusoria para los judíos. Pero el sionismo es inconfundible con la noción enigmática del judío, indefinible como raza, tradición cultural, o como fiel de una religión de pastores signados dondequiera que fueron por la sospecha de una singularidad autoproclamada. Y cuyos nietos llevaron a cabo una atroz carnicería en Canaán dirigidos por un chamán tartamudo de origen incierto, tal vez fruto de una relación ilícita, que Freud entronca con los faraones.
Los palestinos harían bien librándose del fanatismo dogmático de Hamás, y los israelíes de los halcones de la demagogia eslava como Netanyahu.
Es imposible acusar a Moisés de inventar la guerra de tierra arrasada. Solo agrava la confusión el calco del presente sobre ciclos históricos superados. El sionista moderno no es intercambiable con el judío legendario. Muchos rabinos de buenas costumbres mentales como Yakov Rabkin opinan que Israel es una rebelión contra el sino, un artificio negativo metafísicamente, transado por intereses políticos y materiales, por el realismo financiero de Rothschild y el sentimentalismo proletario de Herzl, un romántico tardío obnubilado por el nacionalismo, cuyo talante provinciano redujo la marca mítica de la diáspora a la estrechez de unos límites. Otros pueblos carecieron de territorio, gitanos y persas. Toda tierra es Tierra Santa. Dijo alguien en los años sesenta.
Palestina es inasimilable al terrorismo musulmán. La mística islámica contagió a San Juan de la Cruz el gusto por la noche y la soledad sonora. Se pide proporcionalidad en la respuesta de Israel ante la canalla de Hamás. Pero la guerra es siempre desproporción, la locura de la renuncia a la inocencia.
Los dioses decidieron castigar a Odiseo cuando ante las cenizas gimientes de Troya dudó de su justicia si obligaban a eso a los hombres. Y decidió volver a Itaca, a su lecho nupcial labrado por él mismo y abandonado por los honores de la horda. Alá y Yavé, el agrio demiurgo de la Torá, son fantasmas gemelos, divinidades fosilizadas, impotentes ya para transustanciar el sueño del bien en realidad. Un absurdo condena al ser humano a la pesadilla para hacerlo merecedor de una pizca de conocimiento. Pero todo para siempre en el puro sentimiento de la perplejidad que inhibe el análisis. Goethe creía que a lo más que podemos aspirar es a la iración, y que cuando se da, debemos darnos por bien servidos. Pero fuera de la iración positiva hay un maravillarse del asco y lo feo.
Los palestinos harían bien librándose del fanatismo dogmático de Hamás, y los israelíes de los halcones de la demagogia eslava como Netanyahu, heredero de Ben Gurión, y del Begin del hotel Rey David. Rabin buscó la paz y fue asesinado por un hermano. Shimon Peres dijo que la paz vendría solo cuando la modernidad penetrara el arcaísmo de la conciencia tribal. Y leía a Céline como si bebiera un veneno homeopático.
EDUARDO ESCOBAR