Hace años, por razones incógnitas, y conocidas, los recién reintegrados pandilleros del M-19 quisieron acercarse a los nadaístas. Y recuerdo que me pusieron una cita con Otty Patiño en una casa por los lados del Cantón Norte, cerca del lugar donde les habían jugado una broma de mal gusto a los militares en su armerillo, en una operación que los perdió a la larga y los echó al monte.
Yo creí que Otty me iba a revelar un secreto del estado mayor de la horda recién disuelta. Por ejemplo, con qué derecho guardaban los botines de sus plagios bajo las fresas que sembraba un niño entrañable para mí, a fin de cumplir las tareas del Juan Ramón Jiménez, un colegio de anarquistas entonces de moda. O tal vez, me dije, va a proponerme la participación en algún gran proyecto de reforma social, a mí que carezco de futuro por puro desinterés de echarme encima la carga de un destino.
Al fin, no hubo revelaciones. Ni propuestas. Otty solo expresó un ligero interés por el escritor envigadeño Fernando González, mi irado pariente, a quien yo había tratado en el último tramo de la adolescencia. La charla transcurrió en un ambiente intimidante. Siempre estuvimos rodeados por unos muchachos mal vestidos y mal bañados, con unas antipáticas ametralladoras en bandolera o cruzadas sobre las rodillas en una lánguida expresión del machismoleninismo latinoamericano.
Lo más notable de mis tratos con la gente del M (19) fue el frío que experimenté junto a ese joven cetrino envuelto en un silencio viscoso
Yo pensé que encontraría un tipo con cara de héroe. Y me impresionó que Otty no tuviera un aspecto napoleónico. Más parecía un odontólogo de pueblo que había querido sacarle al sistema las muelas podridas, en vano, y las amígdalas, si se hubiera dejado. Y después de veinte minutos de monosílabos tímidos nos despedimos, tan desconocidos como al principio.
Otra vez nos invitaron con el poeta Jotamario a las oficinas del noticiero que el Estado colombiano les concedió, con la ñapa de unos taxis, para que no siguieran cometiendo burradas y haciendo diabluras, matando señoras ricas, asesinando sindicalistas e incendiando palacios. Fue por la noche, temprano. Pero no me acuerdo con quién charlamos. Ni qué dijimos. En la casa del barrio del Cantón los sillones estaban tapizados de terciopelo verde. En las oficinas del noticiero eran de ese material bastardo que imita el cuero y se nos queda pegado al pantalón cuando a uno le entran las ganas de irse. El ambiente de guardaespaldas era el de la oficina de Otty. Y todo lo empeoraba la presencia de un joven cetrino que permaneció apartado en un silencio viscoso. Llevaba el frío con él. Era evidentemente un personaje subalterno que se asomaba por sobre los hombros de sus superiores como un mudo con hambre pero con el olfato del oportunista. Sin embargo, puede ser un falso recuerdo el sentimiento de antipatía mutua. Nadie tenía por qué saber que el futuro le deparaba el triste papel del destructor, del líder del lumpen, las hordas de los decepcionados, los ingratos y los intelectuales que abrevan en el dudoso evangelio de Eduardo Galeano.
Otro día contaré el encuentro con Vera Grabe. Cómo olvidar su saludo quebrantahuesos, de minero: hizo crepitar mis dedos en un apartamento próximo al Park Way que había sido mío, y aún olía a mis perros y a mis libros. Y tal vez cuente también mi roce con Navarro Wolff. Fue en el hotel Tequendama en una de esas francachelas que arma el establecimiento de cuando en cuando para celebrar alguna tontería. Nos presentó el pintor Samuel Ceballos. Yo paseaba de mala gana un horrible herpes en la comisura derecha. Y el exguerrillero ya era ministro de Salud. Por lo que me negó la mano siguiendo el protocolo del cargo y faltando a la humanidad al mismo tiempo. Pero lo más notable de mis tratos con la gente del M fue el frío que experimenté junto a ese joven cetrino envuelto en un silencio viscoso, que anunciaba un megalómano empeñado en hacer historia grande a partir de la anécdota tragicómica del M-19.
EDUARDO ESCOBAR