Aprendí desde mis primeras lecturas heterodoxas en la juventud, en Nietzsche, Freud y Marx, primero que todo, los tres grandes maestros de la sospecha en el ámbito cristiano del mundo, que la ley es una artimaña de la voluntad de poder, y que las virtudes no son más los cebos con que se halaga a los ingenuos para reducirlos con las promesas quiméricas del honor, y la vida eterna, si el honor no les basta.
No quiere decir que sean desdeñables las pequeñas virtudes de la decencia laica básica de los diez mandamientos, y hasta las excesivas de la santidad extrema tan parecida a la locura en los anacoretas de antes de la invención de los monasterios. Era un mundo surrealista plagado de visiones, amenazas del fin, personajes hiperbólicos que hacían milagros y a veces se emasculaban por servir de ejemplo. En ocasiones, dice la historia, la bondad fue incluso peligrosa. Muchas personas, por pasarse de buenas, fueron matadas por sus vecinos, que después se repartieron las reliquias y les levantaron una capilla. Reinaba el terror de Dios, y el diablo guardaba el umbral entre el bien y el mal echando pedos de azufre y los ángeles andaban por las pescaderías. Es imposible juzgar esas confusas instancias con los parámetros de ahora. Es evidente que sirvieron a la supervivencia de la especie, y nos permitieron vivir juntos, con dificultades y todo, hasta hoy. La metáfora india canta el loto que se levanta del légamo, inmaculado, iluminándolo. Y la de Freud convirtió la antigua vanagloria de la conciencia en la punta de un iceberg apenas, cuya masa mayor permanece sumergida, pero activa en la cúspide iluminada con una luz que nos atribuimos como prueba de identidad.
La discriminación entre el asesino político y el asesino por interés egoísta es abusiva. El egoísta también hace política. Y todos los héroes, rémoras del narcisismo, suelen dar muestras tempranas del deseo de ser colgados en alguna cruz cuando crezcan. Y es justo complacerlos.
Los viejos místicos ya advirtieron la facilidad con que la humildad y la castidad pueden precipitarse en el envanecimiento de una superioridad. La debilidad moral de los castos es la soberbia. El odio de la vida carnal debe ser la clave del pecado contra el espíritu que el evangelio dejó sin explicar.
El superhombre nietzscheano tan vilipendiado aspira a recobrar los derechos de la naturaleza instintiva, pero no como el siervo de las supersticiones ideológicas sino como el que sabe escuchar las voces de sus mejores impulsos para darse sus propias leyes. Nietzsche, un hombre casto, aspiraba a la orgía dionisiaca sin embargo, y no encuentra salvación posible fuera de la creación artística. Cuya máxima expresión sería la danza.
La ley está condenada a castigar y a calibrar la culpa. El derecho convierte el alma humana en una cosa demasiado inteligible para ser cierta, y el individuo es cargado con el peso de todos los pecados del mundo, convertido en cordero absurdo. Los últimos neohegelianos del siglo XX descubrieron que la víctima y el verdugo están cobijados por una identidad misteriosa. Hay un parentesco entre la endeble llama votiva del vaso de un altar, aunque consagre una mentira piadosa, y la retumbante llamarada de la bomba capaz de resolver el problema del ser y el no ser en un nanosegundo. Nabokov dice en Cosas transparentes que un asesino que se ve a sí mismo como una víctima es además un imbécil. Pero todo sucede como si la teología católica, fértil en ideaciones poéticas, tuviera la razón. Tal vez el pecado original sea la impronta de la bestia del origen, la sombra de un pasado insuperable todavía. Se legisla para la familia cuando las relaciones familiares se dañan. Dice el Tao. Y que se predica la paz cuando hay guerra. El gnóstico Pablo, el fundador del cristianismo, dijo que la ley hace el pecado. No es solo una perogrullada presidencial. Pero no sirve para gobernar. Los reyes filósofos son una fantasía de Platón. Como el cuento de la partenogénesis sexual.
EDUARDO ESCOBAR