Los expertos y simpatizantes lo llaman ‘orden internacional liberal’. Críticos podrían responder de inmediato con una serie de simples interrogantes: ¿Orden? ¿Internacional? ¿Liberal? Para muestra, el ejemplo de lo ocurrido en Afganistán, la negación de los tres conceptos.
¿Cómo se definen, sin embargo, las premisas del ‘orden internacional liberal’? ¿Representa Afganistán su tumba? ¿Cuáles serían los principios alternativos para darle un contenido esperanzador al porvenir frente a los enormes retos del planeta?
John Ikenberry, profesor de la Universidad de Princeton, reconoce que el “orden internacional liberal” está en crisis. Su fin podría haber sido señalado antes del desastroso fracaso de la intervención norteamericana en Afganistán: en la primavera de 2020, cuando, enfrentados a la crisis de la pandemia, los líderes de Estados Unidos y Europa “no pudieron si quiera acordar un comunicado” (Foreign Affairs, 7/2020).
Ikenberry es hoy quizá el más notable defensor del “orden liberal internacional” en el mundo académico. Autor de un libro reciente sobre el tema (A World Safe for Democracy, Yale University Press, 2020), ha escrito también una serie de artículos que sirven para enmarcar la discusión.
Reconocer que está en crisis no significa aceptar su defunción: Ikenberry ha logrado articular sólidos argumentos para el futuro del “liberalismo internacional”. ¿Cómo fue concebido? ¿Cuál ha sido su trayectoria? ¿Cuáles las razones de su crisis? ¿Puede responder a los desafíos del nuevo siglo? Estos y otros interrogantes son objeto de examen en su ensayo publicado en International Affairs, en medio de la era de Trump (The end of liberal international order?, 94:1, 2018).
Ikenberry traza la historia del “liberalismo internacional”, con raíces en el siglo XVIII (cuando el liberalismo como tal no era identificado con ese nombre), y sus elaboraciones intelectuales y políticas casi de la mano del desarrollo de la democracia liberal.
Su fin podría haber sido señalado antes del desastroso fracaso de la intervención norteamericana en Afganistán.
Su era de auge, no obstante, solo sucedió tras la Segunda Guerra, cuando el “liberalismo internacional” se convirtió en el “principio organizador” del orden mundial. Como “principio organizador”, estaba informado de varios componentes, incluidos una economía mundial abierta, instituciones multilaterales y una creencia compartida en los valores de la democracia liberal. Todos estos componentes tendrían aspiraciones “universales”.
Sus arquitectos originales eran parte de un club exclusivo, Estados Unidos, Europa y Japón (Ikenberry podría haber hecho referencia a las contribuciones latinoamericanas a la carta de derechos humanos de Naciones Unidas). Estos desarrollos ocurrieron bajo el liderazgo de Estados Unidos. Para Ikenberry, este “orden liberal” puede ser visto como una especie de “alianza democrática”, de mutua protección entre países que comparten una visión de cómo organizar la vida social.
El fin de la Guerra Fría, si bien abrió primero la posibilidad de construir un sistema global democrático, también trajo nuevos problemas. Produjo además la “difusión del poder”, más allá de la hegemonía occidental. El “orden internacional liberal” se habría quedado acéfalo, de manera pronunciada bajo la istración Trump, retraída de cualquier responsabilidad mundial –frente al cambio climático o la pandemia–.
Las alternativas al “orden internacional liberal” no parecen muy atractivas, como lo muestra Ikenberry. Pero si el “orden internacional liberal” tiene futuro, tendría que reconcebirse por fuera de los corredores de Washington y Bruselas. Sería entonces genuinamente internacional y liberal, en apoyo de un orden que siempre será precario.
EDUARDO POSADA CARBÓ