Casa de América dedicó este noviembre el ciclo ‘El autor y su obra’ a la mía; y disciplinadamente permanecí las tres noches que duraron las jornadas sentado en primera fila, para cerrar con un diálogo con Luis García Montero, al que antecedieron estas palabras:
Como parece que está llegando el tiempo en que uno debe preguntarse sobre la forma en que quisiera ser recordado, no tengo duda en responder que quisiera serlo, antes de nada, como escritor.
La escritura fue mi pasión desde que a los seis años dibujaba historias con una tiza en el piso de la tienda de abarrotes de mi padre, mientras la Mercedes Alborada de mi novela Un baile de máscaras venía detrás de mí borrando con el lampazo aquellas páginas de tiza donde había princesas cautivas, héroes que volaban y monstruos interplanetarios; y, a veces, la pareja de baile tamaño natural, recortada en cartón, un caballero de smoking y una dama de vuelos largos, de pie junto a una de las vitrinas, cortesía de la brillantina Glostora.
Si me llegaran a recordar como político me recordarían mal. Ya Gioconda Belli me hizo la justicia de decir que yo era un mal orador político, lo cual es un buen comienzo para decir que de verdad era un mal político.
Si entré en la política fue porque se trataba de una revolución, palabra ahora tan depreciada, convencido de que se podía cambiar la realidad de miseria y atraso de mi país. Mea culpa. Los sueños de la razón engendran monstruos. Las utopías, distopías.
Para la literatura no hay tercera edad. En cambio, un viejo anquilosado en el poder se vuelve grotesco, un esperpento útil solo como personaje de la literatura. Un escritor, por el contrario, puede morir escribiendo, siempre que cuente con el favor de sus diosas tutelares, memoria e imaginación.
Se escribe por necesidad; si se puede vivir sin escribir, no se es escritor de verdad. Se escribe por placer; quien diga que sufre al escribir tampoco es escritor de verdad. Y también se escribe por trascender. Un día alguien saca del estante de una vieja biblioteca un libro, le quita el polvo. Las palabras estaban allí, esperando, despiertan. Han trascendido.
Pero quiero también ser recordado como un escritor que mantuvo siempre la ventana abierta a las anormalidades de la opresión y la injusticia, a las violencias del poder tirano.
Escribiente devoto de las vidas de los pequeños seres que decía Chéjov, riéndome de ellos y riéndome con ellos, riendo de mí mismo antes de reírme de nadie, como me enseñaron mis tíos músicos en la rueda de cada tarde en la tienda de mi padre, cuando celebraban su tertulia ritual antes de cruzar la calle y subir las gradas de la iglesia para tocar en las funciones religiosas.
Mi padre cifraba toda su esperanza en que me hiciera abogado. Y cuando antes del título profesional lo que le llevé fue mi primer libro de cuentos, en lugar del reproche que temía, me dijo: ahora tenés que escribir una novela. Y así le debo a él ser novelista.
Igual que a mi madre, mi profesora de literatura en secundaria. Por ella aprendí versos enteros del Arcipreste de Hita, las coplas de Jorge Manrique, y al marqués de Santillana y a Garcilaso, que quedaron en mi memoria.
Sobrevivió a mi padre por varios años, suficientes para que cuando llegaba a visitarla a Masatepe en la casa donde había quedado sola, no dejara de insistirme: ¿Qué hacés en la política? Lo tuyo es la literatura.
Y le debo mi oficio a Tulita. Ella tiene el poder de hacer que mi tiempo de escribir exista. La dedicatoria de El caballo dorado dice: Para Tulita, por los sesenta años juntos. Un largo camino que en una de sus muchas vueltas y revueltas nos ha llevado otra vez al destierro.
Y termino con estos versos de Blas de Otero, que hablan mejor de lo que pueden hacerlo mis palabras: Si abrí los ojos para ver el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí los labios hasta desgarrármelos, / me queda la palabra.
SERGIO RAMÍREZ
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