En 1962, Simone Weil escribió, en ‘El poder de las palabras’, que “pocos absurdos colectivos han resultado más asesinos que la oposición entre fascismo y comunismo”. Para la pensadora, “esta oposición llevó a la guerra en el culmen de la atrofia intelectual, pues ambos representan posturas sociales y políticas casi idénticas”. Supongo que se refiere al autoritarismo, la idea de que existe una sola verdad y que quien no la comparta merece un castigo por ser un traidor a la patria.
Así, escrito, suena casi chistoso y, sin embargo, mucho se parece al mundo en que vivimos. Da igual si me refiero a Colombia, Venezuela, el Estados Unidos de Trump o Rusia. Tanto en los líderes que se ubican en un extremo como en el otro, el subtexto es que el Estado controle la vida social del individuo, la cohesione. Y también decide con frecuencia que el uso de la violencia contra un contradictor externo o interno es legítimo y la usa sin más, sin que haya amenaza o peligro válido que la justifique.
Cada vez es más usual en el mundo de hoy que los aparatos políticos operen de manera partidaria, no pensando en el bienestar de la mayoría, sino en el de quienes hacen parte de su “equipo”. Y, en esa misma lógica, el opuesto, el contrario, la Bestia del Apocalipsis, es siempre el otro. Da entonces igual qué está en juego, lo importante pasa a ser ganar. Como en la guerra de Troya, a la que también se refiere Weil en este ensayo, en la cual durante diez años de masacres lo de menos era Helena, a pesar de que en principio peleaban por ella. El problema es cuando el peso, el valor, el poder del Estado pasa a medirse en su capacidad para imponer su fuerza. Eso y no otra cosa es lo que está intentando Putin en Rusia, probar su superioridad, para qué, no tiene importancia. Maldad, narcisismo, bombas, armas nucleares, amenazas, muerte, en fin, la estupidez. También el gobierno de Netanyahu sigue asesinando inocentes sin tregua, sin explicación ni clemencia. Y ahora juega con extender el conflicto mientras la vida de los rehenes en manos de Hamás pasó a segundo plano.
Tanto en los líderes que se ubican en un extremo como en el otro, el subtexto es que el Estado controle la vida social del individuo, la cohesione
Al final, todos en el mundo tenemos unas ideas, unos valores, digamos, unas creencias, también unos cuantos prejuicios. El problema es cuando los adherimos a un colectivo cuyo pegamento está hecho de odio y resentimiento, en el cual la pasión que nos une a ese colectivo se robustece en cada batalla ganada contra un supuesto adversario. En nombre de la hinchada a la que nos sumamos se cometen injusticias que no vemos como tales porque quienes las cometen “son de los nuestros”. Me sorprende hasta dónde la destrucción, la violencia programada y el sacrificio sin un objetivo que pueda ser siquiera enunciado como algo defendible moralmente crecen en el mundo a una velocidad aún mayor que las pantallas. Y me da mucho miedo. Miedo en general, un miedo no definido, así como no es definido por qué siguen asesinando inocentes en Gaza o en Ucrania.
Y es que a quién no le gusta ganar. Ganar un argumento, un premio, un juego de ‘Risk’. El problema es cuando esa adrenalina del jugador narciso que solo ve la meta, pero olvida el propósito del juego, las reglas, las consecuencias, nos va contagiando a todos como una lepra. Como una gangrena, el hambre de dominación y poder nos impide ver, nos impide oír, nos impide reconocer la humanidad herida en otra persona si esta es de un bando contrario al propio. Porque también la empatía pasa a ser selectiva, a atrincherarse, a velarse ante el dolor de quienes no ven el mundo con nuestros mismos lentes. En el camino del poderoso, a menudo se pierde de vista el ideal que en un principio motivó su odisea mientras sigue adelante engordándose de riqueza y absolutismo, ya sin norte ni sustancia. Pasaba hace más de un siglo, hace sesenta años y está pasando ahora mismo.
MELBA ESCOBAR
En X: @melbaes