Cuando tenía 10 años y cursaba cuarto elemental en la escuela San Nicolás, en Cali, con mis amigotes Víctor Mario Martínez y Luis Alfonso Ramírez, a quien papá rebautizó ‘Vitatutas’, jugábamos a cuál de los tres era más listo interpretando las jugadas del mundo. Del amor dijo Víctor Mario que era el suplemento alimenticio de los hambrientos de sexo, de los licores Vitatutas que eran la mejor manera de arreglar la realidad inmediata, y del último tema, basado tal vez en un dicho popular, afirmé que “El fin del mundo es la muerte”, negando la sobrevivencia de los contemporáneos del fallecido, por lo que recibí un aplauso indeciso de los compañeros del curso, que me comentaron que algún día tendría que explicarlo.
Han pasado desde entonces 75 años, y por el hecho de haber incurrido en la poesía y de tener, desde que me instalé en Villa de Leyva, relaciones incluso semisexuales con la pelona –y no solo eso sino el hecho de haber vivido en carne propia la sensación de la muerte a través de un fake news que recorrió el mundo–, me puedo dar el lujo de complementar el enunciado a mis condiscípulos, ese de que: “el fin del mundo es la muerte”. Para ello me brotó automático este poema:
“El día que yo muera / Dejarán de cantar los pájaros y Bob Dylan / Se habrá perdido la costumbre del desayuno / Los billetes de banco no valdrán nada / Los periódicos no publicarán más noticias // El día que yo muera / La bomba nuclear habrá perdido su poder explosivo / Los amantes no volverán a besarse / Ningún navío atracará en ningún puerto / Los dioses que aún existen no tendrán quien les crea // El día que yo muera / Los presidentes no gobernarán más los pueblos / Dejarán de sonar los truenos y las campanas / No le deberé nada a nadie / Los libros no dirán nada // El día que yo muera / Adiós sol que me tostó las verijas / Adiós luna a la que aullé tanto tiempo / Adiós estrellas que no terminé de contar / Adiós amores que me secaron el seso // El día que yo muera / Las llaves no abrirán más las puertas / Enterraré al planeta con todos sus habitantes / La muerte habrá cobrado su última pieza / No habrá quien lea este poema // El día que yo muera / Mi cerebro y mi órgano habrán cumplido su misión en la vida / El mundo será barrido de los libros de historia / La pretendida eternidad habrá caducado // Y si no fuere así, ¿a quién se le hace el reclamo?”.
Las llaves no abrirán más las puertas / Enterraré al planeta con todos sus habitantes / La muerte habrá cobrado su última pieza / No habrá quien lea este poema.
Uno de mis condiscípulos de entonces, Vitatutas, a quien le mostré el poema recién realizado, me dijo, tirándoselas de listo: “Pero si cualquier otro poeta de los que ya murieron hubiera escrito ese texto, se cae tu argumentación porque henos aquí vivitos”. A lo que le contesté: “Ese poema inspirado sólo lo he escrito yo y sólo cuando yo muera podrá operarse el final total de la existencia terrestre”. Hubo de reconocer que yo fui la brillantina del curso.
El fin del mundo operará algún tiempo después de la segunda llegada de Jesucristo, quien según los registros bíblicos será esperado por el Anticristo, para lo cual fue señalado Nerón. Y según mis espiritistas de cabecera, ante la revelación de los maestros Nicolás de Tolentino y Agustín de Hipona, la encarnación del más cruel de los enemigos y asesinos de los cristianos fui yo, Nerón. A quien han logrado convertir con las bienaventuranzas que me han llovido, y así no seré el antagonista que espere al Cristo para zaherirlo y vilipendiarlo, sino un enemigo converso que lo recibirá con un beso en cada mejilla. Razón por la que no me puedo escurrir antes del acontecimiento máximo de la existencia del espacio y del tiempo, y de la vida que albergan de humanos, animales, vegetales y hasta de minerales mimetizados, pues la mayoría son reencarnados inertes. Sería una demoniaca zancadilla.
Mi nieta de 4 años, Emilia Curtis, me dice: “Abuelo, no te vayas a ir solo a la Feria porque de pronto te caes como se cayó tu amigo José Luis y se reventó la nariz y ambos están anticuagulados”. Le digo que no voy a ir a la Filbo mientras ella me cuida en casa de su mamá, y espera que termine de escribir esta columna para ayudarme a parar de la silla.