Los seres humanos estamos en el acá, pero nuestra mente siempre está en el más allá. El corazón de cada persona está siempre apostándole a lo que será, más que a lo que es. Hoy soy esto y tengo esto, pero ¿mañana? Mañana seré aquello y tendré lo otro.
Los políticos, máximos explotadores de lo más sublime de la condición humana, conocen y aprovechan perfectamente esa cara de nuestra personalidad y juegan a prometernos siempre lo que será, más allá de lo que es.
El metro de Bogotá es el ejemplo perfecto. Desde 1942, el alcalde Carlos Sanz de Santamaría propuso por primera vez la construcción de un metro. Los apenas 400.000 habitantes de la ciudad, vírgenes de ese engaño, creyeron esperanzados que era posible un proyecto que, como se ha demostrado, solo se puede lograr en equipo y con la continuidad de un trabajo de muchos años y istraciones.
No es un tema de los más recientes alcaldes, promesas y propuestas fueron muchas y de aquello, nada. Dado que la primera línea del metro está siendo construida por una empresa china, el embajador de China en Colombia habló recientemente en una entrevista con Cambio sobre ese juego de ilusiones del metro de Bogotá: “Ya cumplen más de 80 años en la búsqueda de un proyecto perfecto”.
La esperanza de algo mejor en el futuro es lo que nos permite a los seres humanos progresar, mejorar y muchas veces, simplemente vivir. Una persona que vive en una condición económica muy precaria, por ejemplo, necesita esa esperanza de algo mejor, como una parte enorme de su día a día. También así le sucede al que se siente muy solo o muy enfermo, se alivia pensando en un futuro.
Es sano sentir que nos dirigimos hacia un lugar mejor y entregarnos hoy, al ser que queremos ser mañana, pero ¿Y si la vida se nos va teniendo la cabeza en otra parte?
Vamos todos por la vida con esas dos versiones. Cada uno en su cabeza construye una realidad paralela a la que vive, una realidad en la que está presente lo que hoy falta y en la que falta lo que hoy hace sufrir. Dicen que la esperanza puede ser peligrosa, pero podría ser más peligroso vivir sin ella.
Ahora, en esta época a finales de año, comenzamos a ilusionarnos con esa versión de nosotros mismos que se encuentra más allá del próximo 31 de diciembre. Esa persona que va a tener voluntad para hacer deporte o aprender francés, ese ser que se ve exactamente igual que nosotros, pero con 5 kilos menos o que de una fecha a otra va a comenzar a llegar puntual a todo.
Nos llena de ilusión ver en el futuro a alguien que vemos a diario en el espejo, pero con un trabajo más interesante, con más plata, ubicado en otro lugar del mundo o rodeado de algo, o incluso alguien diferente, viviendo una realidad distinta a la que hoy ve a través de su ventana.
Lo hacemos también con otras personas. Como papás, por ejemplo, estamos repartiendo nuestro cariño entre el hijo o la hija que conocemos, tal como lo conocemos, y esa versión “mejorada” que nos garantiza un objetivo alcanzado, un defecto disuelto, una edad deseada o un logro demostrado, siempre en el más allá. Aunque los amemos, tenemos siempre en la cabeza ese hijo o hija del futuro.
Es sano sentir que nos dirigimos hacia un lugar mejor y entregarnos hoy, al ser que queremos ser mañana, pero ¿Y si la vida se nos va teniendo la cabeza en otra parte? ¿Si nos pasa como humanos lo que nos pasa en Bogotá, que nos la pasamos persiguiendo un metro que nunca llega?
¿Qué tanto de nosotros se va cuando nos intoxicamos con esa vida y ese ser que aún no está aquí, mientras ignoramos con descaro nuestro yo del presente?