Hoy a esta hora (escribo en la víspera, aún no es mañana) ya sabremos quién es el Premio Nobel de Literatura de este 2024 que ya se está acabando, increíble, y el ritual será el mismo de siempre: las caras de sorpresa y desconcierto de quienes no hemos leído al laureado, por lo general la mayoría, mientras algunos pocos iniciados levantan la mano como si se hubieran sacado el seco de la lotería para decir con suficiencia y magnanimidad que ellos sí lo conocían.
Casi nada me emociona del Nobel, pero eso sí: el entusiasmo de los lectores verdaderos y leales que siempre acompañaron a un autor recóndito o desconocido, minoritario, clandestino, y que de la noche a la mañana se consagran con él y se vuelven importantes, como si fuera un triunfo colectivo, una especie de victoria deportiva en la que los méritos individuales de quien protagoniza una hazaña se extienden a sus hinchas y a sus seguidores.
A veces hay excepciones, claro, y el Nobel corona a quien podría decirse que no lo necesita porque ya tiene casi toda la fama y casi toda la gloria; aunque nunca es suficiente y ese “casi” no vale, así sus portadores lo nieguen: si además de una carrera afortunada llega también el espaldarazo de la Academia Sueca, que es la forma tangible y concreta de la eternidad en el mundo de las letras, la historia parecerá por fin completa, un destino que se cumple.
Deciden la suerte de quien gana pero también la desgracia de quienes se queda por fuera, justo en la puerta, al borde de la felicidad.
Debo confesar que pocas cosas me aburren más que la parafernalia anual y agotadora y predecible del Nobel: sus candidatos fallidos y aclamados por el pueblo; las apuestas sobre los posibles elegidos; las consideraciones étnicas, lingüísticas, topográficas, políticas e ideológicas que hacen los expertos para lustrar la bola de cristal y atinar en el nombre del próximo beneficiario de esa fortuna y ese azar tan esquivos e indescifrables.
A veces me da por pensar que los académicos suecos tienen consciencia de su condición trágica y cómica, pues son a la vez poderosísimos e insignificantes, definitivos artífices de la gloria ajena y anónimos zánganos de un panal que nunca es el suyo, por eso se los imagina uno casi en un juego perverso, como si cada año echaran a rodar un globo terráqueo para detenerlo al azar en cualquier lugar del que extraen al escritor que obtiene el galardón.
Como esa leyenda sumeria en la que los dioses juegan con los seres humanos al igual que los niños lo hacen, o lo hacían antes, ya las buenas costumbres se han perdido, con las hormigas, así me imagino yo a los venerables de la Academia Sueca que usurpan por una vez el lugar de la divinidad y deciden la suerte de quien gana pero también la desgracia de quienes se queda por fuera, justo en la puerta, al borde de la felicidad.
Entre 1929 y 1950, por ejemplo, Benedetto Croce fue finalista al Nobel nueve veces, y aunque habría sido un premio justo y merecido, se lo arrebataron Thomas Mann, T. S. Eliot, André Gide y Bertrand Russell, pero también Iván Bunin, Eugene O’Neill, Pearl S. Buck y Frans Eemil Sillanpää, de los que hoy nadie se acuerda. James Joyce y Marcel Proust nunca fueron nominados, quizás porque en su día los escritores importantes eran otros.
Me interesa el caso de Germán Pardo García, un gran poeta colombiano radicado en México, misántropo o por lo menos escéptico, que es igual, su candidatura llegó cuatro veces a la Academia Sueca entre 1966 y 1970. Fueron los mismos años en los que otro nombre recurrente allí fue rechazado una vez más de manera absurda e incomprensible, casi obscena y criminal: el de Jorge Luis Borges, que por sí solo vale más que todos los Nobel juntos.
¿Quién lo habrá recibido hoy? Yo se lo daría a Claudio Magris, a Navid Kermani o a Giovanni Quessep. Si el globo terráqueo me ayuda, este podría ser nuestro día.