Las circunstancias de la infancia dejan una huella duradera, y a muchos de quienes crecimos al final de la Guerra Fría nos marcó el miedo a la bomba atómica. El zumbido de la amenaza nuclear fue el ruido de fondo de esa década hedónica y consumista que fueron los ochenta. Era una especie de ‘memento mori’ a escala planetaria, que nos recordaba constantemente que la aniquilación no solo propia, sino de la familia, el barrio, el colegio, el país, el mundo entero, era una eventualidad absurdamente posible: bastaba con que alguien oprimiera ‘el botón’ y todo se desencadenaría irrevocablemente en cuestión de minutos.
Veíamos películas como ‘Juegos de guerra’ y ‘El día después’: ahí estaba el zumbido. En mi casa, mi papá era emisario del zumbido. Le inquietaban las ramificaciones internacionales de guerras locales, en Centroamérica o en Beirut. Cualquiera podía ser la antesala de una gran guerra global. Había crecido bajo los bombardeos de la Segunda Guerra y temía haber traído hijos al mundo a que vivieran la tercera. Uno es lo que come. También es la suma de los miedos que absorbe en la niñez.
¿Qué se hizo el zumbido nuclear? No me parece que las generaciones actuales lo perciban ni les preocupe. No me hago la pregunta porque esa preocupación fuera sana y se la desee a los jóvenes de hoy. De hecho, mucho se ha escrito sobre el impacto cultural y el daño psicológico que causó en la sociedad aquel miedo constante al exterminio atómico. Pero el interrogante es importante porque el riesgo nuclear no ha desaparecido. Aunque no es el máximo histórico, hay unas 12.500 ojivas nucleares en el mundo, suficientes para destruir la civilización tal y como la conocemos. Y buena parte de ese arsenal está o estará pronto en manos de los señores Trump, Putin, Kim, Netanyahu y otros como ellos, ejemplos todos de magnanimidad y buen juicio.
Unos científicos se inventaron en 1947 el Reloj del Juicio Final, una metáfora del aniquilamiento en la que la medianoche simboliza la catástrofe global. En 2014 faltaban cinco pa’ las doce; hoy falta minuto y medio. Es lo más cerca que hemos estado. Y quizá haya que correr la aguja unos segundos más ahora que Estados Unidos autorizó a Ucrania a usar misiles balísticos hacia el interior de Rusia, que Rusia respondió desplegando un nuevo sistema de misiles con capacidades de destrucción masiva y que Putin modificó la doctrina militar de su país ampliando los escenarios en que se autoriza el uso de armas nucleares.
Aunque no es el máximo histórico, hay unas 12.500 ojivas nucleares en el mundo, suficientes para destruir la civilización tal y como la conocemos
Una posible explicación a la falta de preocupación por este asunto es que nuevas amenazas, como la guerra biológica, el cambio climático o la inteligencia artificial, han reemplazado en las cabezas de hoy los miedos con que crecimos generaciones anteriores. Quizá la mente humana solo puede lidiar con un riesgo existencial a la vez. La impotencia es otro factor: no es mucho lo que un individuo puede hacer frente a un problema cuya mitigación o aceleración depende de instancias a las que muy pocas personas tienen . Y quizás, simplemente, el paso del tiempo está haciendo lo suyo. Al igual que los supervivientes del Holocausto nazi, la generación que tuvo noticia de las bombas de Hiroshima y Nagasaki está desapareciendo; pronto no quedará nadie vivo para recordarle al mundo, de primera mano, el horror que fue aquello.
El peligro es que la reducida relevancia de esta amenaza, sumada a la escasa efectividad de las entidades multilaterales, tan disminuidas por estos días, permitan que la humanidad camine desprevenidamente hacia el acabose. Una vez puesto en marcha, como saben los teóricos de juegos, el conflicto atómico sigue una lógica inexorable. El ruido del siglo XXI no deja oírlo, pero el zumbido nuclear no ha desaparecido.
THIERRY WAYS
En X: @tways