Volvió a ocurrir. Esta vez en Uruguay.
La han llamado “elección pareja”, donde los votantes se dividen casi ‘miti-miti’: allí, el candidato del Frente Amplio, Yamandu Orsi, resultó elegido presidente con un porcentaje cercano al 50 por ciento de los sufragios.
El sistema electoral uruguayo es muy diferente del estadounidense. Orsi fue elegido en segunda vuelta. En su país no hay colegio electoral –la institución en la que se fijan los analistas de la política norteamericana–.
Sin embargo, Donald Trump también fue elegido tras resultados del voto popular cercano al ‘miti-miti’, una similitud que no debe pasar inadvertida. El voto popular importa como indicativo de los niveles de apoyo de la población. E importa, además, para el examen de un interrogante fundamental para la democracia, aún irresuelto, al que debemos regresar:
¿Cuál es la naturaleza de un mandato presidencial respaldado por la mitad más uno (o la mitad menos uno) del electorado?
No es una pregunta menor.
La naturaleza del poder presidencial en democracia tampoco se aclara si cuenta con mayorías electorales mucho mayores del ‘miti-miti’. Pero quizás se complica más si la persona elegida es al tiempo respaldada y repudiada por mitades. En tal caso, ¿puede un presidente reclamar un mandato para ejercer el poder a sus anchas?
En sus orígenes modernos, en Estados Unidos, la democracia presidencial fue diseñada con grandes ambigüedades, por su misma condición experimental. Algunos de sus desarrollos posteriores se apartaron de lo concebido por los “padres fundadores”, como lo examinó muy bien Robert A. Dahl (How Democratic is the American Constitution? 2002).
Así sucedió con el tema de la “legitimidad popular” del Ejecutivo. De acuerdo con Dahl, los fundadores de la república tenían pocas dudas sobre dónde reposaba la soberanía popular: el Congreso. Ello cambió bajo la presidencia de Andrew Jackson, uno de los primeros “caudillos” de las Américas: Jackson reclamaba que “solo él representaba a todo el pueblo”.
En palabras de Dahl, con Jackson se inició “el mito del mandato presidencial”, según el cual, al ser elegidos, los presidentes creen que el pueblo les ha conferido el poder legítimo para implementar cualquier promesa hecha durante sus campañas. Para Dahl, tal “mandato” sería un “mito” del que se sirven los presidentes ambiciosos de poder.
Por supuesto que Dahl reconoce las dificultades del asunto. Otros presidentes, desde Lincoln hasta los Roosevelt, se sirvieron del “mito” con diferentes propósitos. Juan Linz se referiría a la “legitimidad dual” de los sistemas presidenciales, donde el Ejecutivo y el Legislativo son elegidos por el voto popular.
Así la legitimidad repose en uno u otro, el problema del “mandato” de la mitad más uno (o la mitad menos uno) no es de fácil solución. Dicho de otra forma: ¿cómo se definen la “mayoría” y la extensión de su poder en democracia? Dahl consideraba al sistema estadounidense como “híbrido”, al tiempo de simpatizar con democracias de consenso –más representativas, y de mayor calidad–.No parecen exigir fórmulas mágicas para crear consensos democráticos –que, por su naturaleza, deben satisfacer a mayorías y minorías, cuyas diferencias numéricas desaparecen con resultados cercanos al ‘miti-miti’–. Allí se forma un nudo gordiano, casi imposible de desatar, sobre todo en sociedades polarizadas.
Ante “elecciones parejas”, la ruta sabia es la indicada por Yamandu Orsi, quien, en su discurso de victoria, reconoció que tenía que gobernar para ganadores y perdedores. Ante su crisis contemporánea, la democracia puede encontrar en países como Uruguay mejores lecciones que en las viejas democracias.