Por qué no había sentido yo esta tristeza –esta misma tan diferente a todas las demás– hasta que supe, por su hijo, que Enrique Santos Molano había muerto. Por qué este duelo es tan particular, tan nuevo. Porque Santos Molano, Enrique, escribió una biografía de José Asunción Silva, que es uno de los libros de mi vida. Porque luego de leer semejante trabajo, una bellísima biblia colombiana de 1.300 páginas, El corazón del poeta, que a partir de la vida de Silva cuenta este país dividido en hijos legítimos e ilegítimos, no solo acabé escribiendo una novela sobre el asesinato de aquel escritor envidiado por la ensimismada Bogotá de 1896, sino que terminé teniendo un amigo que lo sabía todo sobre todo. Del funeral de mi papá, en 2016, suelo recordar la pesadumbre de Enrique, y su cara solidaria mientras nos veía cargar el féretro a la salida de la iglesia.
Fue mi papá quien me regaló su propia copia, releída, de El corazón del poeta, y así fue que me tocó leerla: "Silva no se suicidó, sino que lo mataron", me advirtió. Desde que abrí hasta que cerré el libro, en los mejores días de 1999, sentí lo mismo que sentí cuando crucé El conde de Montecristo: que allí estaba el mundo, sí, que con ese volumen bastaba. Cuando terminé de escribir la novela que les digo, la historia de un loco bogotano, el loco Cacanegra, que da pruebas del crimen de Silva como lo hacen las últimas doscientas páginas de El corazón del poeta, busqué a Enrique Santos Molano para pedirle que le echara una mirada. Pronto pasamos de tratarnos de usted a tutearnos. Pronto fue de esta casa. Y qué generosidad la suya. Qué manera de reivindicar el amor de la amistad. Qué vocación tan extraña a volvérsele a uno un pariente.
Hubo un momento en el que mi familia pudo reunirse con la suya, y desde entonces el viento se puso a favor y encajamos sin lío.
Fue lo que tenía que ser: un maestro y un hermano de la edad de mi papá, pero, mientras releo la correspondencia de los dos, me entristece más que todo haberme quedado sin esa amistad tan disciplinada, tan cierta. De encuentro en encuentro, fui entendiendo que era el hijo de uno de los pioneros de EL TIEMPO, el historiador que contaba a Colombia con el corazón en la mano, el periodista leal a sus ideas que retrataba al poder como una conspiración, el autor de una obra terca e imborrable que iba de Memorias fantásticas (1965) a Mancha de la tierra (2015), el investigador que tomaba café con varias generaciones de voces, el esposo de Esperanza, el padre de Simón. Trabajaba hasta secarse los ojos. Lo salvaba un sentido del humor preciso e inagotable. Sabía esperar a que el mundo le diera la razón: la tenía.
Hubo un momento en el que mi familia pudo reunirse con la suya, y desde entonces el viento se puso a favor y encajamos sin lío. Mi papá, que era su lector ideal y no podía creer esa extraña cercanía con el autor del librazo que más le había gustado desde El nombre de la rosa, fue feliz en ese encuentro. Y, de ese día en adelante, Enrique terminó pendiente de todos nosotros. Qué alivio verlo allí, de pie a la salida de la iglesia, en el funeral que les digo: "La muerte de tu papá ha sido como si hubiese perdido al mío por segunda vez, aunque solo me llevaba un par de años", me escribió toda su ternura seis semanas después. "He querido darle largas a reencontrarme contigo porque estoy seguro de que me pongo a llorar". Nos vimos un par de meses después. Y le dije lo que voy a decirle aunque haya muerto el día de Navidad.
Que sé que su obra entera es la denuncia de un país en el que la gente nace manchada. Que oírlo hablar de su esposa, "la señora Esperancita", era reparador. Que su hijo Simón, productor de cine de animación desde antes de ser mayor de edad, es una de las visitas más queridas de esta casa. Que esta es la tristeza de su muerte y la alegría de tenerlo.