Es tan común que es prácticamente un género literario: la alabanza de Mario Vargas Llosa con asterisco. Un texto que se caracteriza por el afán de su autor de precisar que, si bien él o ella ira la obra del maestro, no comparte sus posiciones políticas. No vaya a ser que la gente confunda el elogio de las novelas con el respaldo ideológico. Qué dirían sus amistades.
Sí: sus amistades. Pues, como es natural, este tipo de textos son escritos, en su mayoría, por personas del ámbito cultural e intelectual, en el que, en América Latina como en todas partes –no creo que nadie lo niegue– predominan las ideas de izquierda. Y Vargas Llosa, desde los tiempos del caso Padilla, que dividió las posturas con relación al experimento castrista, y luego con mayor firmeza a partir de la década del 80, se atrevió a cuestionar los dogmas de la izquierda, tales como las bondades de la revolución cubana y, más adelante, la revolución chavista. Defendió la libertad económica en oposición al estatismo socialista. El tiempo le dio la razón: los países que liberalizaron sus economías crecieron y prosperaron –unos mejor que otros, por supuesto–, mientras que Cuba y Venezuela se hundieron en la pobreza y la degradación moral. Pero sus excompañeros ideológicos nunca le perdonaron que se saliera de la raya.
Había cometido la peor de las herejías: arriesgarse a pensar con independencia de las ideas de la tribu a la que había pertenecido, la de la izquierda latinoamericana. Por eso había que destruirlo moral y reputacionalmente. A tal fin, le dedicaron los peores agravios de la tribu: “neoliberal” y, por supuesto, “fascista”. Lo primero lo fue, aunque la palabra es inexacta, por lo economicista: vale más decir que fue un liberal a cabalidad. Lo segundo es un insulto arrojadizo, tan manoseado que ya no quiere decir nada.
Siempre me ha llamado la atención cómo un gremio –ese ámbito cultural e intelectual, por definirlo de alguna manera– que se ufana de su cosmopolitismo y apertura de espíritu, en contraste con los filisteos que se dedican al comercio y las profesiones convencionales, se torna, cuando le impugnan ciertas doctrinas, tan cerrado y defensivo como el más parroquial de los conservadores. Y cuánta presión de grupo despliega en defensa de sus creencias. En otras palabras: cuánto conformismo hay en el corazón de quienes se dicen rebeldes y contraculturales.
El tiempo le dio la razón: los países que liberalizaron sus economías crecieron y prosperaron –unos mejor que otros, por supuesto–, mientras que Cuba y Venezuela se hundieron en la pobreza y la degradación moral
¿Que el peruano cometió errores? ¿Que a fin de contener al siniestro socialismo del siglo XXI brindó su apoyo a políticos cuestionables? Sí: varias veces tuvo que escoger entre la desgracia y el mal menor. Pero en el campo de las ideas tuvo la razón. Y los errores que haya cometido fueron minúsculos al lado de los de sus colegas más respetados, pese a lo cual nunca oí a las gentes de la cultura y las ideas decir cosas como: “Sí, Gabriel García Márquez fue un gran escritor, pero, claro, yo no comulgo con su cercanía al castrismo…”. O: “Pablo Neruda, un poeta exquisito. Con excepción de sus execrables odas a Stalin, por supuesto...”.
Las alabanzas de esos autores, y de tantos otros, se escribieron sin salvedades ni asteriscos. Para la tribu, el castrismo, el chavismo y el socialismo no necesitaban ser excusados. Eran políticamente correctos. Qué más daba que hubieran destruido las vidas de millones de personas con tal de no poner en riesgo el carnet de membresía del club.
Por eso el desaparecido autor de ‘El pez en el agua’ fue, además de un tremendo escritor de novelas, un pensador político valiente. En aquella foto célebre en la que, en medio de un mar de alemanes haciendo el saludo nazi, una figura sobresale por ser la única que no alza la mano, Mario Vargas Llosa habría sido ese hombre solitario con los brazos cruzados. Su coraje se echará de menos.
THIERRY WAYS
En X: @tways