Si no les gusta la democracia, díganlo. Si les parece peligrosa la alternancia en el gobierno, los descompone la prensa sensacionalista, les suena “burguesa” y “tibia” y “fascista” la defensa de la Constitución, les exasperan los derechos ajenos, los seduce la cultura de aniquilar a los opositores, les estorban ciertos representantes de la ciudadanía porque los alejan del pueblo –y anhelan una república sin instituciones como un cuerpo sin órganos–, entonces reconózcanlo de una vez. Pero no nos hagan perder el tiempo, políticos activistas, políticos estafadores, en estos debates ciegos sobre derechas e izquierdas, en estas discusiones a muerte sobre qué es lo que necesita Colombia: el intento de vendernos la dictadura de Maduro, con su simulacro de elecciones, su represión sanguinaria y su poder de cartel, fue el peor espectáculo del mundo.
Y recordó a los gritos que insistir e insistir en una democracia que no sea de los unos ni de los otros es el remedio al doble rasero que es la pandemia del siglo de las redes.
Se decía en la antigüedad, en el empeño de retratar el sesgo de las élites, que “lo que es lícito para Júpiter no es lícito para todos”: que estar en el poder es ser la violenta excepción a la regla. Habría que decir, hoy, que fue vergonzoso oír a Duque contándole las horas al déspota venezolano, que nuestros partidos están en mora de ganarse la autoridad para escandalizarse con las campañas sórdidas, y que este gobierno volátil consiguió corregir su diplomacia de doble rasero hasta que vino su vergonzosa abstención en la OEA, pero que sobre todo resulta desolador, si uno cree en la causa, ver a cierto progresismo reagrupándose como una élite vana e inescrupulosa que se permite a sí misma celebrar el sistema electoral de Venezuela porque no solo le suena a ser de izquierda, sino que le hace sentir que está poniendo en su lugar a la derecha.
¿Vemos brutos y torcidos y ominosos a los contendores? ¿Podemos librarnos de los dobles raseros?
De acuerdo con serísimas investigaciones de este siglo, de Stanford a Yale, el problema empieza en la incapacidad de resignarnos a que usted y yo somos lo mismo: Colombia es tierra fértil para el doble rasero porque su desigualdad no ha sido un desafío, sino un destino, un trauma y un propósito. Nuestra identidad ha dependido del estatus: de la convicción heredada de que hay gente que está abajo y que sobra. Ayer lo creyeron los que prevalecían y hoy los que los denunciaban. Pero lo colombiano sigue siendo juzgar lo que se haga según el que lo haga: ser compasivo con los prójimos e implacable con los extraños. Y, en este reguero de influenciadores que repiten el libreto de la polarización, en este siglo XXI de rivales dispuestos a sabotear la democracia para probar su punto, todo indica que la verdadera oposición es la independencia.
Se ha vuelto un lugar común, por lo cierta, la frase “el pulso no es izquierda contra derecha sino democracia contra despotismo”. Bukele, reelegido en contravía de la Constitución, se llama a sí mismo “el dictador más cool del mundo”. Trump promete a los cristianos, en un mitin apocalíptico, que si lo eligen “ya no tendrán que votar otra vez”. Maduro, que ha empobrecido, enfermado, perseguido, desterrado a su gente, responde como un caradura setentero –denuncia ataques de “el imperialismo estadounidense, la derecha internacional, el narcotráfico colombiano y Elon Musk”– cuando se le cuestionan los inverosímiles resultados de sus elecciones. Y es claro que está recorriendo el mundo la pregunta de qué tan demócratas somos. ¿Vemos brutos y torcidos y ominosos a los contendores? ¿Podemos librarnos de los dobles raseros?
Esto es lo claro: que a los demócratas no les queda grande ni les queda pequeña la democracia, y les es imposible avalar la pesadilla en Venezuela.