Pasan los días –tampoco han pasado tantos, menos de una semana– y me doy cuenta de que la muerte de Milan Kundera no ha dejado de darme vueltas en la cabeza. Me ha obligado a esculcar en los archivos de los tiempos idos y he empezado a encontrar motivos. Eso es: motivos de por qué lo iraba tanto, razones para tenerlo en ese curubito –ahora le dicen podio– al que ingresó apenas lo leí por primera vez, y del que nunca salió. Siempre estuvo ahí, siempre fue –siempre ha sido– uno de mis favoritos.
No digo nada revelador. Lo sé. Kundera fue uno de los favoritos de cientos de miles de lectores, a los que nos parece un mal chiste aquello de que acaba de ingresar al listado de los grandes –de los inmensos– no premiados con el Nobel de literatura. Al lado de Borges y de Roth. Aunque Kundera no necesita que lo comparen ni que lo suban en la misma balanza con otros, por grandes que sean: tenía peso suficiente –ese peso que es contrario a la levedad– para que aquellos que tantas veces lo creímos como uno de los mejores, de los infaltables, de los imprescindibles, volvamos a decir que tuvo razones de sobra para merecer el galardón de la Academia sueca.
Apenas leí la noticia de su muerte, corrí a buscar los ejemplares de Kundera que habitan mi biblioteca. Y, para empezar, busqué por instinto aquel que me inspiró como muy pocos en el oficio de la escritura y que me cambió la vida como lector: La insoportable levedad del ser.
Lo confieso: tuve el temor de encontrar en este libro, que fue fundamental en mi formación, un relato y un texto que quizás ya no inspiraran en este lector la iración enorme de otros tiempos. Pero, por el contrario, volver a Kundera fue un gozo enorme. Esa facilidad –esa maestría– para combinar el relato con la introspección, para agregarle filosofía a la narración, para sumar hechos y razones, me devolvió a aquella época en la que descubrí a algunos de los maestros con los que decidí quedarme para siempre.
Más allá de lo político, más allá de lo ético, Kundera fue un narrador exquisito. Quisiera decir que marcó un antes y un después. Lo medito, y concluyo que así fue: Milan Kundera abrió una puerta enorme y fue decisivo para aquellos a los que nos gusta contar historias. Fue un modelo, sin duda. Pero, sobre todo, fue un provocador que siempre nos invitó a mirar más allá de lo aparente.
FERNANDO QUIROZ