Todos los días el periódico es el invitado principal de mi desayuno. Por años ha sido así. No recuerdo alguna época de mi vida en que no amaneciera con ese hábito que, creo yo, las nuevas generaciones no conocen. Desde hace unos años lo acompaño de las voces de la W Radio, de Julio Sánchez Cristo, de su mesa de trabajo y del inolvidable y veterano Alberto Casas. No sé cómo he aprendido a hacer la parte de estas dos fuentes de noticias simultáneamente porque son dos maneras de informarse bien distintas. Pero me gusta ese compás entre las dos fuentes de información: la parsimonia y lentitud de las fuentes escritas y el sobresalto y las emociones (a veces trágicas) de la radio en la mañana.
Me gusta esta regulación del tiempo, pasado y presente, que me dan los dos medios. Como es evidente, con el periódico leemos las noticias del pasado porque es esto lo que se lee en un periódico, las noticias de ayer –y escribiendo esto, de repente me acuerdo de esta famosa canción de mi juventud, “tu amor es como un periódico de ayer”, que cante tantas veces en mis años de amores inestables. De hecho, el periódico nos entrega un falso presente. Lo que leemos ya pasó.
Quizás por esto sea, de alguna manera, más pacificador. Además, uno lo tiene que abrir lentamente, tratando de encontrar un espacio para disponer sus grandes hojas entre la tostadora de pan y la mantequillera; a veces toma todo el espacio y de nuevo uno se dice que debería leer el periódico después del desayuno. Pero es con el desayuno, cuando las noticias se están impregnando del olor a mermelada de frutos rojos y a pan tostado, lo que hace que de alguna manera el periódico sea más amigable porque el solo hecho de abrirlo tratando de darles a las páginas un lugar en nuestra vida permite una lectura más pausada con la posibilidad, además, de poder decidir terminar el artículo, la columna editorial o la crítica de cine, después de ducharse o más tarde.
Mis hijos quieren que lea más diarios internacionales en mi celular. Y yo sufro. Sufro de tener que leer en esa máquina infernal.
Con La W tengo una relación sobre el presente más compleja y ambivalente. A veces disfruto mucho las crónicas de los corresponsales, las reflexiones de Félix de Bedout o las canciones en un perfecto francés de Juan Pablo Calvás. Reconozco que el formato de esa emisora me gusta con sus pausas entre lo político y lo cultural, aunque a veces odio algunos momentos de liviandad y las adivinanzas que debe sortear cada día el pobre chico Pombo.
Siempre estoy esperando la voz pausada de Daniel Coronell, que me vuelve a asegurar que quizás todavía haya esperanzas para el periodismo en este pobre mundo. Y de hecho, muy a menudo, después de Daniel Coronell, apago el radio y sigo tranquilamente con mi periódico que se vuelve un objeto de mi cotidianeidad, un objeto casi mítico que además me recuerda que el presente se asoma a la ventana y que es tiempo de doblarlo y guardarlo.
Digo todo eso porque mis hijos quieren que lea más diarios internacionales en mi celular. Me presionan para que lea la última columna del El País de España. Me asaltan con conversaciones sobre un gran artículo en Le Monde. Y yo sufro. Sufro de tener que leer en esa máquina infernal, con letras pequeñas y publicidades horribles. Soy de una generación que, a las patadas, ha logrado aprender a consultar las noticias por medio de su teléfono. Pero siempre repetiré que el papel, y su olor y textura, es la mejor manera de meterme en el mundo.
FLORENCE THOMAS
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad