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La nostalgia del viejo O Sole Mio

Es bueno recordar el pasado, años 70 y 80: el Oma de la 15, el Crem Helado de la Caracas...

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No sé si es señal de vejez –y claro que sí lo es–, pero a veces me habita una leve nostalgia de tiempos pasados y de sitios específicos. Bueno, les cuento: ¿se acuerdan del Oma de la 15, donde descubríamos el sabor de un buen café, tan escaso en estos tiempos en la tierra del café, acompañado de un corazón tostado en un cálido ambiente?
En los 70, ir a Oma era una fiesta, con una excelente pastelería verdaderamente artesanal. Nuestros postres del domingo eran de Cyrano con su famoso brazo de reina relleno de una crema pastelera en su justa medida de dulzura, y comprábamos pan en Pan Fino. No había más.
Y hablando de nostalgias estomacales, estaban también el famoso Crem Helado de la Caracas y el Monteblanco de Casa Medina. Solía ir, de vez en cuando, a almorzar al O Sole Mio de la 72 para acordarme de los lejanos sabores de la bella Italia, o a la Poularde de la 53, uno de los pocos restaurantes ses de la ciudad, sin olvidar el Refugio Alpino, donde siempre se comía muy bien para estos tiempos de escasez culinaria. Sé que había más restaurantes que hicieron historia, pero estos son los que se inscribieron en mi memoria.
Para la rumba, aprendí a bailar la salsa en el viejo Goce Pagano de la 22, donde conocí personajes que, con toda seguridad, marcaron mi vida
Siguiendo con ese registro de sabores y olores de antaño, un querido profesor de la Universidad Nacional me llevó un día a conocer el Pomona de la 100, donde descubrí con entusiasmo que ahí podía comprar mostaza sa de Dijon, así como unas verduras aún desconocidas en ese país tropical como son los espárragos y las alcachofas. Estábamos en los 80, y les recuerdo lo complicado que era encontrar queso francés, baguettes o unas simples anchoas. Faltaban algunos años para la apertura económica.
No quiero olvidar las fresas con crema de Alpina cuando podíamos salir de Bogotá en 20 minutos para ir a comer deliciosos postres sin hacer cola –Bogotá apenas tenía 2 millones de habitantes–. Hace poco, un domingo, volví, y fue un infierno: horas de viaje, colas inmensas, y fresas con crema que me supieron ya a estrés.
Pasando a nostalgias más santas, no podemos olvidar la librería Buchholz de la Jiménez, donde nos dábamos citas muchos estudiantes y profesores de la Universidad Nacional. Es bien sabido que muchos –creo que estudiantes, pero también profesores– salían de la librería con uno o dos libros escondidos debajo de la ruana. Por un profundo amor a la lectura, él lo sabía y nunca decía nada. Frecuentábamos también la librería Nacional de la 7.ª con 17 y los libreros de la avenida 19, donde comprábamos joyas de la literatura clásica a precios irrisorios.
Dos teatros habitan de igual forma mi memoria: La Mama y el TPB, cuando todavía no existía en el horizonte ningún festival de teatro. Y para la rumba, aprendí a bailar la salsa y a enamorarme de ese Macondo en el viejo Goce Pagano de la 22, donde conocí personajes que, con toda seguridad, marcaron mi vida. Aun cuando iba menos a menudo a La Teja Corrida de la 5.ª, tenía su son. Nuestra cartelera de cine se encontraba en el Trevi, el Palermo y, algunas veces con colas interminables, en el suntuoso Embajador.
Mi centro comercial era El Lago, aunque siempre preferí comprar ropa en un almacén de la calle 60 que se llamaba Paloma y donde encontrábamos bellos vestidos hindúes y blusas de algodón.
Sé que solo los y las de mi generación leerán esta columna hasta el final. Y sí, de vez en cuando es bueno recordar el pasado y conservar esta memoria sensorial y emocional que representa de alguna manera rasgos de nuestra hoja de vida o, por lo menos, de la mía.
FLORENCE THOMAS
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad

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