Esta semana cumplí ochenta años, y quizás por eso han aparecido en estos días los recuerdos lejanos que aún tengo de mis abuelas, y en particular de Marie Ganelle, mi abuela paterna. Es sorprendente pensar que Marie nació en 1873, hace 150 años, y se casó en el puerto de Honfleur en 1897 con un médico de Normandía, mi abuelo.
Marie era una mujer de la segunda mitad del siglo XIX. Yo la recuerdo de complexión pequeña, vestida siempre de negro, discreta como una mujer de su tiempo. Una de las cosas que más me sorprendían de ella es que de Honfleur no salía nunca. Para ese entonces, este puerto pesquero era un lugar muy provinciano donde la vida de las niñas de una cierta posición social estaba ya predestinada.
Acaso debo recordar lo que nos cuenta la historiadora Michelle Perrot sobre su increíble historia de las mujeres, cuando describe a esta generación de mujeres excluidas casi totalmente de la vida jurídica con el mismo estatus de los locos o de los menores de edad, una sumisión total a los fines del matrimonio, un deber absoluto en relación con la reproducción y una incapacidad civil de la mujer casada. Por supuesto, ella, en ese momento y hasta 1945, no pudo votar ni heredar. Eso fue la vida de mi abuela.
Cuando yo tenía 10 años no podía imaginar todo lo que cambiaría el destino de las mujeres. Para bien: ya todo ha sido dicho en muchas de mis columnas.
Su marido, médico, era uno de estos típicos galenos que recorría la campiña normanda y hacía sus visitas a caballo, tal cual el esposo –también médico– de la madame Bovary de Flaubert. Tengo la impresión de que se trataba de un buen matrimonio. Y yo supongo que para una mujer de esta época, tener un marido médico era una suerte de valoración social que le permitía un cierto o con el mundo.
Sin embargo, fue una generación impactada moral y anímicamente por la peor de las guerras del siglo XX: la Primera Guerra Mundial. Su marido, al ser médico, no tenía escapatoria: necesariamente estuvo en o con el frente de la guerra. Las películas actuales nos han recordado lo atroz de las trincheras y los combates cuerpo a cuerpo. Quizás esta haya sido la razón de la tristeza que impregnaba a esta generación que, además, viviría en 1939 otra gran guerra. Mi abuela tuvo cuatro varones, dos murieron muy jóvenes, uno en el frente de combate y uno por un virus de la época.
Mi abuela cumplió 80 años en 1953. Para entonces yo tenía diez años. Mi madre ha preparado su famosa mousse de chocolate para celebrar estas ocho décadas de la abuela, las mismas que tengo yo hoy. Vendrán algunos familiares. Habrá champagne y pollo al vino.
No dejo de pensar que, al observar a mi abuela de 80 años, me observo a mí misma. Tres generaciones de mujeres para lograr un cambio abismal. No quiero hacer énfasis sobre esta evidente comparación de dos mujeres que se miran una a otra. Las dos de 80 años. Sin embargo, cuando yo tenía 10 años no podía imaginar todo lo que cambiaría el destino de las mujeres. Para bien: ya todo ha sido dicho en muchas de mis columnas. Para mal: una perspectiva de futuro completamente caótica que hoy compromete, incluso, a este planeta que un día fue azul. Una vida llena de incertidumbres sobre el destino real de la humanidad que me hacen dudar si de hecho llevamos una vida mejor.
El miércoles pasado cumplí 80 años. Recuerdo las colinas verdes de mi infancia y las manzanas del otoño que recogíamos a la orilla del Sena. Mi abuela nos observa. Está vestida de negro como siempre, absorta como lo estoy yo, hoy, invocándola.
FLORENCE THOMAS
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad