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Antes que lecciones de asignaturas, lo que perdura es la confianza en que la vida puede ser mejor.

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Numerosos artículos advierten sobre los problemas mentales en la población infantil y juvenil. Hay alertas sobre el incremento de depresión, apatía y desmotivación. Se suman reportes de desórdenes alimentarios y trastornos del sueño. Algunos maestros sienten que los niños que volvieron a las aulas no son los mismos que tenían antes: algo cambió en su actitud frente al estudio, a la rutina escolar, a las normas y no funcionan como antes.
(También le puede interesar: Hacer las cosas bien)
Ha habido un alto nivel de deserción, cuya magnitud solo se sabrá cuando haya un regreso pleno a las aulas, cosa que este año no sucedió. Todo esto mezclado tiene un efecto muy fuerte sobre la reproducción de la pobreza en centenares de comunidades del país.
Gran parte de nuestra población nace en condiciones adversas para su desarrollo personal. Para conseguir la realización de su vida y el despliegue de sus capacidades, los seres humanos requieren un ambiente favorable que incluye el cuidado en el hogar, buena alimentación, un entorno cultural estimulante y un proceso consistente y continuado de educación de muy buena calidad desde la primera infancia que les permita descubrir sus talentos, gustos y habilidades, cultivarlos y afianzar una identidad individual y colectiva orientada al progreso.
Las comunidades con graves carencias económicas no pueden ofrecer estas condiciones a sus niños y jóvenes, y por eso es responsabilidad primordial del Estado subsanar estas necesidades que constituyen derechos fundamentales. Pero no basta crear cupos para que todos vayan al colegio, o contratar docentes que se ocupen de la enseñanza. Para que la educación cumpla su propósito de superar la desigualdad es necesario sembrar en la mente de los estudiantes muy altas expectativas sobre lo que pueden desarrollar y conseguir en la vida.
Necesitamos tener instalada una especie de programación mental que permita persistir en la búsqueda de ciertos propósitos.
El éxito en cualquier campo que imaginemos —ciencia, deporte, arte, política, negocios, relaciones afectivas...— no es nunca producto de la casualidad. Necesitamos tener instalada una especie de programación mental que permita persistir en la búsqueda de ciertos propósitos, asumiendo que su logro requiere tiempo, dedicación y también fracasos a los que es necesario sobreponerse. Claro que hacen falta otras cosas: talento, condiciones ambientales y económicas, oportunidades... pero todo esto sin la convicción de que la meta es posible no produce resultados.
Conocemos compatriotas, hombres y mujeres, que se destacan en el mundo en todos los campos habiendo superado las barreras que pudieron tener en su origen. Muchísimos fueron a los colegios y universidades oficiales, aprendieron idiomas, consiguieron becas, saltaron fronteras... y no fue por casualidad, sino porque alguien en sus vidas les instaló la convicción de que podían lograr lo que quisieran. Seguramente los primeros fueron sus padres. A lo mejor encontraron algún maestro (o todo un grupo de maestros) que creyeron en ellos y les ayudaron a fortalecerse y a disfrutar el aprendizaje. Pero también hay quienes narran que debieron superar la indiferencia de sus familias y la mediocridad de sus colegios y encontrar la fuerza en un libro que cayó en sus manos, en un testimonio transmitido por la televisión o en alguna actividad extraescolar. Pero sin esa chispa de confianza sembrada en su mente como energía contra la fatiga y el fracaso jamás hubieran superado la mediocridad.
Vale la pena pensar seriamente en esto, especialmente en tiempos de desesperanza. Es importante comprender que antes que lecciones de asignaturas, lo que perdura es la confianza en que la vida puede ser mejor cuando se tienen altas expectativas y se trabaja arduamente para conseguirlas. En un mundo en el que todas las respuestas se tienen al instante y las redes sociales muestran un mundo inexistente como si fuera real, los educadores deben pensar muy seriamente cuál es su misión, para no empezar a marchitarse ellos mismos en la tristeza del fracaso.
FRANCISCO CAJIAO

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