La historia de Eduardo VIII, rey de Inglaterra, quien abdica del trono me inspira el contenido de este artículo. iro a la persona coherente independientemente de su credo o política. Quienes son fieles a una causa noble merecen mi más profundo respeto, así no esté de acuerdo con ellos. En una cultura en donde todo es mermelada y acomodamiento, en otras palabras, ubicarse en donde el sol más calienta, las personas definidas resultan difíciles de encontrar.
En nuestro medio se han acabado las ideologías, la persona negocia sus convicciones –si es que las tiene– por lo que le traiga más utilidades económicas, políticas o sociales. La persona cambia de opinión, de religión, de partido, como cambian los camaleones que se mimetizan acomodándose al ambiente. ¡Qué descaro!, en política no hay amistades, hay intereses.
Pero volvamos a nuestro rey inglés, David, hijo primogénito de Eduardo VII, tomando el nombre de Eduardo VIII. Siendo rey del poderoso y próspero Reino Unido, que incluía en el momento a la lejana India, prefirió abdicar del trono. ¿La razón? Estaba profundamente enamorado, ¿de quién? Nada menos que de una estadounidense divorciada, Wallis Simpson.
Según la normativa inglesa, al ser el rey y al mismo tiempo –y esto desde Enrique VIII– jefe de la Iglesia anglicana, no podía casarse con una divorciada. Pues, ¿cómo les parece? Prefirió renunciar al cetro real e irse a vivir con su amada. Como decía Blaise Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”.
Lo que no pueden cambiar son los principios. Aprecio las posiciones definidas, firmes y claras
¡Qué temple! Pero a la par qué rigidez de la corona inglesa, frente al relativismo de hoy en donde “ni chicha ni limonada” –gente de carácter es escasa, hoy muchos se venden por un plato de lentejas, se repite el episodio bíblico–.
No pretendo con ello afirmar que las costumbres no deban cambiar. Lo que no pueden cambiar son los principios. La decisión del rey y el cumplimiento de las normas de la casa real merecen mi respeto. Aprecio las posiciones definidas, firmes y claras. La historia de los hombres es la historia de las mutaciones. En el devenir de la historia salen del montón las personas que se juegan la vida por una causa. Esas son las personas que dejan huella. Cuando detrás de las protestas y reclamaciones están los intereses personales, los discursos pierden su valor y las palabras resultan inocuas.
Muchos de nuestros llamados “héroes” no han sido otra cosa que oportunistas y como la historia la cuentan los vencedores, no es raro encontrarla viciada y tergiversada –¡cómo se repite la historia, los que ayer eran villanos y vándalos hoy son héroes!–.
En todo el episodio de la corona real británica, hay otro hecho digno de iración: la constancia, disciplina y perseverancia del príncipe de York, quien a pesar de ser tartamudo asume el reto de reemplazar a su hermano, proponiéndose una disciplina absolutamente rigurosa hasta lograr, gracias a su tesón y el apoyo del “doctor” australiano Lionel Logue, tomar la radio y pronunciar el histórico discurso en el que Inglaterra tuvo que entrar en la guerra ante las atrocidades de ese monstruo llamado Adolfo Hitler.
Sin sir Winston Churchill no se hubiera ganado la guerra y otra sería la historia de hoy –¡qué tal haber caído en la férula del nacionalsocialismo!–. Frente a una cultura volátil y gaseosa, necesitamos gente con personalidad. Hoy tenemos al hombre hijo de la cultura de cristal: frágil y débil, pusilánime en todo; que ante la menor dificultad, sucumbe. Es la cultura light de la que nos habla el siquiatra español Enrique Iglesias; es la modernidad líquida, de la que nos habla el sociólogo polaco Sygmunt Bauman; es la sociedad del espectáculo, de la que nos habla nuestro novelista peruano Mario Vargas Llosa.
FROILÁN CASAS
* Obispo de Neiva