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La verdad es sagrada

Negar el secuestro es una torpeza política de los líderes guerrilleros y un acto de revictimización.

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Soy, al igual que millones de colombianos, un defensor de la paz y fiel creyente de que la solución del conflicto armado con la guerrilla debía ser negociada. Así como he respaldado en este espacio los innumerables esfuerzos por construirla y he criticado a quienes se oponen sin argumentos a ella, me siento en la obligación de manifestar mi absoluto rechazo frente a la posición de los líderes del extinto grupo guerrillero de negar ante la JEP la existencia del secuestro.
Todos recordamos el video de los soldados y policías arrinconados detrás del hilo de púas, mientras el ‘Mono Jojoy’ pasaba revista de sus frentes. Reminiscencias que solo son comparables con las de los judíos confinados en los campos de concentración. Resulta todavía perturbadora la imagen de tristeza y resignación de Ingrid Betancourt después de años de secuestro; no se pueden olvidar los escalofriantes relatos de las personas secuestradas con fines políticos o económicos por un grupo guerrillero que, lejos de cumplir con los estándares de protección del DIH, ha generado tanto dolor y sufrimiento durante décadas.
Las mismas cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica, hoy entidad destinada al ostracismo y a la vergüenza internacional, señalaban que, durante los años del conflicto armado, más de 39.000 personas fueron sometidas a este delito. Algunos murieron en cautiverio y los que sobrevivieron narran las condiciones infrahumanas a las que fueron sometidos. Amarrados con cadenas, obligados a interminables marchas y a las penurias de la inclemente selva tropical, padecieron vejámenes que ninguna causa política o social justifica.
Gran parte del resentimiento social en contra de las Farc radica justamente en la incapacidad de perdonar un crimen que dejó una marca indeleble. Aquellos que no fueron secuestrados seguían siendo prisioneros de las ciudades por el miedo de convertirse en rehenes en las carreteras. Negar el secuestro no solo es una torpeza política enorme de los líderes guerrilleros, sino también un acto de reprochable revictimización. ¡No hay derecho!
La verdad es sagrada. Es el pilar fundamental que sustenta el proceso de justicia transicional. Mediante la verdad se repara a las víctimas y se reconstruye una narrativa social e histórica necesaria para avanzar en la reconciliación nacional. Sin ella, no vale la pena el gran costo nacional e internacional que ha tenido que sufragar el Estado. Pero la verdad es también una obligación y un compromiso de los actores del conflicto. Es la condición irrenunciable para que las Farc puedan estar sentadas hoy en el Congreso, recibir penas reducidas y tener la oportunidad de reincorporarse a la vida civil. A su vez, contar la verdad representa la mínima reparación que se debe a las víctimas y que estas demandan categóricamente.
Tan obtuso es políticamente negar el secuestro y su sistematicidad como infame es reclamar a gritos acabar con la JEP y, de paso, sepultar el proceso de paz. No podían faltar los oportunistas. Resulta hipócrita que quienes se niegan a reconocer la verdad sobre los delitos cometidos por los grupos paramilitares o agentes del Estado estén ahora de adalides de la moral acusando a los líderes guerrilleros de reservarse parte de la verdad o de narrarla bajo su propio lente. Más bien, ellos también deberían comparecer, reconocer sus faltas y contribuir para que no exista una única narrativa sobre el conflicto. La verdad, sagrada como es, la exige todo un país que ha sufrido la violencia sin distingo de quien fuera su verdugo.
Sería también responsable reconocer que en este proceso que apenas comienza habrá más instancias de verificación de los relatos y, en ocasiones, muchas de esas versiones podrán generar rechazo y frustración. Es inevitable, pero abrirle la puerta a la justicia transicional conlleva a la confrontación de esa verdad tan esquiva y aterradora. Conocerla y contrastarla obligará a enfrentar un pasado doloroso. Se trata, entonces, de asumir con sinceridad la responsabilidad por la muerte y el daño a centenares de víctimas, de dar la cara y responder judicialmente si lo que se dice difiere de los registros históricos y judiciales.
¿Qué se dijo cuando las Farc pidieron perdón por el Nogal o por la masacre de San Francisco o por Bojayá? Este doloroso proceso de sanación ha contado episodios inéditos en nuestra historia. A los victimarios nadie les debe dar una medalla; todo lo contrario, sus relatos estremecen. Pero recordar la historia es la única forma de redención social y política de los combatientes. Quizás este sea un llamado para que los exguerrilleros reiteren y demuestren de manera genuina y sin matices su compromiso con la paz. El país espera de ellos seriedad, pero esta clase de pasos en falso hacen peligrar los avances de los que ellos mismos han sido partícipes. Tal vez, esta sea también una oportunidad para que todos aquellos que de manera asolapada quieren enterrar la verdad den la cara. A lo mejor, entonces, se podrá tener su versión de la historia.
GABRIEL CIFUENTES GHIDINI
En Twitter: @gabocifuentes

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