Muchas veces el río suena, y nadie lo quiere oír. El rugido de las aguas anuncia crecientes de piedra y lodo, pero la gente se queda en su casa. Otros, como el párroco de Armero, ven las fumarolas y los estertores del volcán, y convencen a los fieles de que orar es suficiente. La gente duerme tranquila con la seguridad de que las murallas detendrán el tsunami.
Y cuando ocurren las cosas todos ven que, efectivamente, las señales estaban ahí, a plena luz del día. Con la crisis que está viviendo el país nos está sucediendo lo mismo. Hay rugidos, hay fumarolas, hay estertores... muchos los mencionan en voz baja, y otros prefieren mirar para otro lado porque no puede ser posible que esta democracia llegue a ese punto. Otros callan porque en privado se frotan las manos ante la posibilidad de un colapso que necesitan y en el que tienen mucho que ganar. Pocos líderes se atreven a denunciar públicamente los riesgos que están corriendo la institucionalidad y la democracia.
Estamos viviendo una situación que tiene paralelos insoslayables con la toma del Palacio de Justicia, en noviembre de 1985. Entiendo perfectamente que para muchos jóvenes, esta referencia es lejana y remota. Sin embargo, es bastante pertinente para la situación actual. Ante el asalto y la toma del palacio de Justicia por el M-19, la reacción de la Fuerza Pública fue la recuperación a sangre y fuego del edificio, con la consecuente pérdida de vidas de jueces, magistrados, civiles y cientos de personas. También hubo casos de desaparecidos y torturados en medio de la barbarie que se desató.
La conclusión histórica de todo ese terrible episodio es que la vigencia de la democracia se suspendió temporalmente con la excusa de salvarla. No sirvieron para nada los reclamos, ruegos y órdenes de las cabezas del Poder Judicial. El presidente Betancur no ejerció su condición de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y cabeza del Ejecutivo. El Congreso no intentó intervenir para parar la catástrofe.
A pesar de la autoridad impostada del presidente Duque, es Álvaro Uribe quien realmente está dando las directrices en el manejo del orden público. Así ha quedado claro en sus tuits y comunicados que acatan ministros y oficiales. Cuando por encima de los pedidos de los alcaldes impone la militarización de las ciudades, cuando desconoce a las víctimas en las protestas y se hace el de la vista gorda con el neoparamilitarismo, no queda otra conclusión que Duque es un mascarón de proa.
En política internacional es a Uribe a quien la Cancillería consulta; los embajadores Pacho y Ordóñez no tienen problema en difundir la versión uribista de las cosas, y la nueva Canciller arranca su gestión señalando los acuerdos de paz como los responsables de la situación. Además, el propio Presidente sale en videos insinuando que un legítimo candidato presidencial es el que está detrás de todo el caos. No son precisamente mentes apocalípticas a las que se les puede ocurrir que este camino conduce a una ruptura institucional.
En el pasado se dieron varios intentos del actual gobierno y del Centro Democrático para limitar la vigencia de la Constitución y deslegitimar las cortes. Han propuesto antes que se alargue el periodo de Duque y que se suspendan las elecciones. Ahora no es descartable que la coyuntura sirva de excusa para imponer, como se hizo en 1985, una pausa en la vigencia de la democracia. En ese escenario se impediría la estruendosa derrota electoral que sufrirá el Centro Democrático, se cerraría la JEP y se desmontarían los acuerdos de paz. Y cuando se pidan explicaciones sobre lo que están haciendo, la respuesta será, otra vez, ¡aquí defendiendo la democracia, maestro!
Dictum. ¿Por qué la Canciller no nos comparte los temas de derechos humanos que trató con el secretario de Estado de EE. UU.?
GABRIEL SILVA LUJÁN