En el trópico, donde no se dan las estaciones que en las zonas atemperadas facilitan los ritos de transición y renovación, nos toca conformarnos con el cambio de dígito en el calendario para esos propósitos. De allí surge la tradición de los propósitos de Año Nuevo. En la cultura popular, esta época se considera muy apropiada para que las personas y los colectivos sociales apliquen un poco de introspección a fin de comprometerse con transformaciones significativas en el plano personal y en la interacción con la sociedad y la naturaleza.
Los seis propósitos más usuales, a nivel personal, son: perder peso, comer saludable, hacer ejercicio, dedicarles más tiempo a la familia y la pareja, ser más ambientalmente responsable y aumentar la solidaridad con los pobres. Ya es anecdótico el hecho de que los dos mejores meses del año para los gimnasios y los nutricionistas son, precisamente, enero y febrero.
Las personas le dedican inmensas energías a definir cuáles serán sus propósitos de Año Nuevo. Para obligarse a lograr las metas, muchas familias elaboran ritos asociados a la quema de los muñecos de año viejo, las doce uvas, ponerse calzones amarillos y rascarle la barriga al Buda. Incluso, muchas personas revelan públicamente con euforia sus metas con la intención de que su entorno ayude a fiscalizar el cumplimiento.
Desafortunadamente, los resultados de las investigaciones realizadas por la American Psychological Association de Estados Unidos, en el 2019, no son muy alentadores. No parecería que los ‘propósitos’ del 31 de diciembre sean un método realmente eficaz para lograr transformaciones duraderas en las conductas nocivas de los individuos o para generar cambios sostenibles en los niveles de responsabilidad social de las personas.
El 93 por ciento de los gringos adoptan explícitamente propósitos de Año Nuevo; sin embargo, el 45 por ciento ha abandonado sus buenas intenciones para el mes de febrero, y solo el 19 por ciento mantiene vigentes sus metas para finales del año. En un sondeo entre una muestra no representativa de colombianos, los porcentajes observados son 98, 70 y 3 por ciento, respectivamente.
La universalidad del rito de la adopción de propósitos de Año Nuevo contrasta dramáticamente con la pobreza de los resultados obtenidos. La abismal disparidad entre la aparente firmeza de la voluntad de cambiar y la realidad deja lecciones relevantes. Los patrones de disfuncionalidad individual o social son pocas veces susceptibles de ser modificados mediante un ejercicio de compromiso existencial o autodeterminación y voluntad personales. Esos patrones son como improntas indelebles que son modificables solo con intervenciones científicamente estructuradas, o con un método más fácil y más barato: amar y ser amado. El poder del amor, de sentirlo, otorgarlo y compartirlo explícitamente, tiene efectivamente la capacidad de generar alquimias profundas en las personas.
Desde una perspectiva política, los propósitos de Año Nuevo –aquellos que tienen que ver con transformar los comportamientos para hacerlos más constructivos y responsables con el bienestar colectivo– son realmente una pérdida de tiempo. Mejor dicho, quienes sostienen que es posible transformar la sociedad mediante una sumatoria de cambios en las actitudes individuales están profundamente equivocados. No basta con la buena voluntad y los buenos propósitos. Las estructuras existentes son mucho más sólidas y resistentes de lo que la gente cree, y no se van a desmoronar o transmutar simplemente con la decisión de no comer carne o de cepillarse los dientes con la llave cerrada.
Dictum. Los alcaldes que llegan tienen una obligación fundamental: no dejar que la esperanza sembrada en las elecciones se disuelva en medio de la ineficacia o la corrupción.
GABRIEL SILVA LUJÁN